Francisco J. Martínez-López. De nuevo, mi desconexión con el país se delata. Hace un par de días, en mi hotel de Barcelona, dando algunas sugerencias a un colega estadounidense sobre sitios para ver en Madrid, recomendé un paseo por los jardines y el Palacio de Oriente. “Ah, sí, ahí es donde vive la familia real, ¿no?”, me dijo. Ya le expliqué que no, que vive en otro sitio, en las afueras de la ciudad, aunque tampoco le concreté sobre la Zarzuela y demás, y que el Palacio de Oriente se reserva para actos institucionales. Entonces, me pregunta si fue allí donde el Rey abdicó hace un par de semanas. Claro, ahora entiendo una foto que vi el otro día en Facebook, tras nuestra eliminación del Mundial, donde el rey Juan Carlos preguntaba a del Bosque si se iban juntos… Tengo simpatía por el rey padre, la verdad sea dicha; su hijo, Felipe VI –desconocía el ordinal hasta que lo he buscado para asegurarme–, actual monarca, tampoco me cae mal. No obstante, las simpatías personales no deben confundirse con la comunión con la monarquía, no ya en España, sino en general. La monarquía es algo rancio y anacrónico, no en el contexto histórico actual, sino desde hace ya tiempo; los franceses dirían que siglos. Eso de que haya un linaje con derecho a ser mantenido por un pueblo, per saecula saeculorum, es del todo absurdo en una mente del siglo XXI. Vale que el papel de la monarquía en el gobierno de un país es totalmente figurativo, pero, aun así, su existencia, más allá del concepto y su presencia en los libros de historia, no tiene sustento lógico.
España sólo ha tenido suspiros sin monarquía en su historia. El más largo, de unos pocos años, en la llamada Segunda República, cuando Alfonso XIII, abuelo del rey Juan Carlos, decidió exiliarse a Italia por no sentirse con el apoyo del pueblo. Sin embargo, duró poco. Llegó el golpe de estado y luego la Guerra Civil, que acabó con varias décadas de dictadura franquista. Y, sintetizando la cosa, la restauración de la monarquía vino en el paquete de últimas voluntades de Franco, quien, como dictador que fue, no merece ningún respeto. En la transición española, la fórmula de la monarquía parlamentaria, manteniendo la jefatura del estado en la corona, como fue deseo expreso del dictador, probablemente sería la única que habría conseguido aplacar las pasiones de la extrema derecha, entonces considerable, poderosa y peligrosa, y reinstaurar la democracia en España. Pocos años después, los últimos coletazos fachas vinieron con el golpe de estado del 23-F, donde el rey Juan Carlos tuvo un papel importante para defender la democracia; sin embargo, de nuevo, ese servicio a la patria que mayoritariamente le reconocemos no justifica la presencia estructural de una monarquía; la democracia está ya suficientemente consolidada como para dejar atrás la monarquía sin traumas, si el pueblo así lo decidiera. En cualquier caso, como demócrata acepto, además, sin beligerancias, su existencia, pues así fue el deseo mayoritario del país al votar la Constitución. Sin embargo, si en alguna ocasión se planteara una iniciativa legislativa para evolucionar nuestro modelo democrático actual hacia otro sin realeza, bien una república, como en Francia o Italia, o uno presidencial, como el estadounidense, por poner varios ejemplos, la apoyaría con mi voto; por cierto, mantendría nuestra bandera; la combinación cromática de la republicana me resulta más estridente que la monarquía en sí.
Este escenario es remoto, empero. No veo al PSOE, partido de mayor peso de los de espíritu republicano, promoviendo de manera activa esta iniciativa; han llegado a un estado de tolerancia de la institución como parte de la estructura del estado, entre otras cosas porque oponerse activamente no les traería réditos políticos . Por otro lado, el PP siempre defenderá la monarquía, por considerarla como parte de su modelo de estado, aunque me temo que pocos de sus miembros serían capaces de argumentar su existencia de una manera convincente; en otras palabras, lo harán porque hay que hacerlo; no entenderían un país sin monarca.
Por tanto, nos queda monarquía para rato en España. Ya tendría la corona que incurrir en una serie de desaciertos que la deslegitimaran ante los ojos de quienes la apoyan por principio, tanto como para que sus votantes vieran conveniente destituirla; por ejemplo, del tipo a los asuntos turbios recientes relacionados con el matrimonio Urdangarín-Borbón; de ahí, el distanciamiento público, y no extrañaría que también privado, entre este matrimonio y el de Borbón-Ortiz. Sólo en ese escenario hipotético, el PP empezaría a planteárselo, y el PSOE activaría la búsqueda de un modelo de estado completamente coherente con sus ideales; esto es, sin embargo, improbable, aunque menos que el monarca reinante decida clausurar la casa y ser un español más sin privilegios; fruto de su formación, probablemente, su mente no está preparada para ese discernimiento. En cualquier caso, tampoco se precisa una bola de cristal para anticipar la extinción de las monarquías con el paso del tiempo. Por varios motivos, en especial por coherencia y justicia social; cuestión aparte es la monarquía del capital, que, me temo, seguirá prevaleciendo.
Tras esta digresión, con la que me he extendido más de lo previsto, vamos al tema que interesa tratar hoy: el sello de Felipe VI. ¿Hay ya impresos y en curso sellos del monarca actual? Tengo esta duda desde que esta mañana he escuchado en el aeropuerto a un agente del Cuerpo Nacional de Policía, situado en uno de los puestos de control de pasaportes para el acceso a las zonas donde se embarca a los vuelos con destino a países extra comunitarios. Me precedía en la cola una pareja, claramente árabe por el sonido de su conversación; creo, además, que tenían un nivel bastante pobre de español. El policía, a diferencia del resto de sus compañeros del CNP que me he encontrado en posiciones similares, siempre correctos, ha tenido un comportamiento poco profesional y fuera de lugar. Y comento esto aquí por motivos varios, pero, sobre todo, por solidaridad de viajero, porque no me gustaría tener un trato similar en aeropuertos extranjeros; por ejemplo, en JFK, hacia donde me dirijo, ahora (por el lunes) sobrevolando el Atlántico. Se puede ser inquisitivo y estricto, si fuera necesario, pero con respeto al viajero; el CNP tiene categoría como para quedar empañada por comportamientos aislados de sus miembros; si yo hubiera sido el compañero de al lado, le habría recriminado en privado, y no me extrañaría que así hubiera procedido el suyo, por la vergüenza ajena que me ha parecido que ha proyectado al presenciar la escena.
El viajero era argelino, de esto me he enterado por el policía, que hablaba siempre con la voz elevada. “¿Argelino…? ¿Vas a Argelia?”, dijo al turista, que contestó voluntarioso, moviendo la cabeza afirmativamente de manera repetida. “¿Ramadán…? ¡Estás de Ramadán!”, prosiguió el agente. El turista le respondió de nuevo con gesto afirmativo. Hasta entonces, me pareció una gracia tolerable; reconozco que me reí, más por la interpretación primigenia que hice del comentario del policía, de complicidad simpática. Cambió al instante, cuando empezó a animarse: “Pero tú comes… ¿verdad? Que a mí no me engañas, que tú comes en tu casa… hambre que vas a pasar… ¡que a mí no me la das, hombre!”; para acabar de hacerse el gracioso le faltó utilizar Mohamed en lugar de hombre. ¿Esto a qué viene? ¿Está el agente en un contexto como para actuar de esa manera? Improcedente, más aún en un aeropuerto internacional. ¿Si hubiera sido sueco, alemán o griego, por ilustrar el ejemplo con países de la UE, en lugar de argelino –quizá “moro”, en la mente de este oficial–, habría aproximado la conversación de manera similar? De origen argelino era una de las mentes preclaras del s. XX, Albert Camus, Nobel de Literatura, por ejemplo ¿se habría comportado igual ante circunstancias similares, de Ramadán y pasaporte, en el caso hipotético de que estuviera vivo. ¿Se hubiera presentado esta mañana en su puesto de pasaportes, y no hubiera sabido quién era? Lo último no me extrañaría, observando su actitud chabacana, de charanga y pandereta, que diría Machado, en el puesto. El argelino lo miraba sin entender; se desprendía de su expresión. Siguió el policía diciendo: “Pues sí que viajas… ¡viajas más que el sello de Felipe VI!”. Ahí fue cuando me imaginé que este sexto sería el actual. Parece ser que su pasaporte estaba ya llegando al máximo permitido de sellos por página; cuatro, según le decía el policía, no precisamente mediante formas aceptables.
En definitiva, que no es una cuestión de no hacer preguntas al turista o hacerle ver la necesidad de cumplir lo estipulado, agente; no, está más que legitimado para hacerlo, así como para tomar las medidas necesarias según proceda. Lo que está fuera de lugar son las formas utilizadas. Los miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado deben tener un trato profesional con el ciudadano, nacional o extranjero; deben estar, en todo momento, a la altura del país, en el que creo, que representa, o representará cuando salga, el sello del monarca citado, en quien no creo; no es una cuestión personal, Majestad; estoy seguro de que pasaría un buen rato departiendo con usted.