Juan Manuel Suárez Japón. Seguí con sumo interés la transmisión de los distintos momentos de su proclamación, convencido de que contemplaba imágenes destinadas a ser partes de nuestra Historia. Su llegada al Congreso, su discurso, la escenografía igual y distinta de aquel otro que protagonizara su padre, su recorrido por las calles madrileñas llenas de un gentío movido por la curiosidad y/o por el apoyo a cuanto estaba sucediendo. Finalmente, las escenas en el balcón del Palacio Real, la mano al pecho del ya rey Felipe VI, todo ello ante una plaza de Oriente que durante el franquismo nos decían que podía albergar a un millón de personas y después supimos que sólo cabían en ella unas decenas de miles.
Aquella mañana le fue más difícil encontrar un resquicio de protagonismo al discurso crítico que en los días previos negaba el cumplimiento de las previsiones constitucionales, -sólo en eso habían consistido todos los actos que confluyeron en aquella “coronación”-, puestas en marcha a raíz de la decisión de abdicar la corona que el rey Juan Carlos había comunicado. Parecía como si la propia abdicación hubiese estado destinada también a activar las vocaciones republicanas hasta el extremo de que algunas voces llegaban a considerar a esta forma de estado como la “única” democracia posible, negándole tal condición a la monarquía parlamentaria que construyó la Constitución del 78, la misma fórmula, por cierto, que existe en países de nuestro entorno, -Reino Unido, Suecia, Holanda, etc.-, de cuyas viejas raigambres democráticas nadie duda.
Y hemos sido muchas las personas de clara filiación al pensamiento y la práctica de la izquierda política las que, -como si expiásemos un pecado-, hemos debido, otra vez, explicar por qué aquí y ahora preferimos la continuidad de la fórmula monárquica constitucional. No entraré en ello. No es la intención de estas líneas centrarse en ese debate. Sí lo es resaltar que la Constitución del 78, tan dolorosamente parida, a cambio de tantas renuncias ideológicas y tan requerida ya de cambios profundos, ha cumplido su papel, haciendo converger las voluntades de una gran mayoría de españoles, expresadas a través de sus representantes legítimos.
¿Y cuál podría ser el final de un camino alternativo, quién podría ser su presidente de la III República?, le preguntaron en TV a un joven y emergente dirigente de IU; Julio Anguita, respondió sin dudarlo. ¿Julio Anguita, el de “programa, programa” para funciones simbólicas y para componedor de los acuerdos y acercamientos de los partidos?, me dije casi asustado. Por extensión, yo mismo me pregunté ¿y quiénes podrían ser?: ¿José M Aznar?, ¿Felipe González? Es decir un presidente votado por la mitad y rechazado por la otra mitad. ¿Está este país nuestro para eso? ¿Esa es la prioridad mientras la miseria de ceba en cientos de miles de familias? Sinceramente, no. Esto ahora “no toca”, como solía responder Jordi Puyol ante las preguntas inoportunas.