
Francisco J. Martínez-López. El concepto del sueño americano escapa a pocos; es probable que muchos tengan, como mínimo, una noción de lo que implica. Su idea ya fue considerara por sus padres fundadores en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, si bien el término fue acuñado con posterioridad por diversos historiadores americanos. La definición dada por James Truslow Adams en 1931 ha sido una de las célebres y citadas.
El sueño americano, más que en términos de éxito sonado, que sería un caso particular del mismo, se entiende generalmente en términos de progreso y mejora social para el individuo. Se basa en la idea de que, al margen de la clase social de una persona, de sus orígenes, por muy humildes que sean, el individuo podrá, gracias a sus esfuerzos y habilidades, mejorar su situación y alcanzar una posición más rica y plena. El sueño americano, en esencia, reside en la idea de que la movilidad social –el cambio de una clase a otra, usualmente de una más baja a otra más alta si se utiliza de manera positiva en el sistema social– es posible con el sacrificio. Durante mucho tiempo, así ha sido. Sin embargo, no parece que este patrón se haya mantenido en las últimas décadas, sino todo lo contrario.
Con los números en la mano, el sueño cada vez es más difícil de materializar. Si se combinan la elasticidad o indicador de movilidad social con el coeficiente de Gini, se obtiene lo que se ha denominado la curva del Gran Gatsby, en referencia al protagonista de la novela de F. Scott Fitzgerald y a su personalidad y procedencia enigmática, creada en torno a este sueño. En Estados Unidos, la desigualdad de ingresos es mayor y la movilidad social más complicada en los años recientes; por dar un dato, en 2012 casi el 20% de los ingresos del país estaba en manos del 1% de la población. Esto ha provocado un alejamiento de otros países, como los escandinavos, donde el sueño americano –aunque, en este caso, quizá sería más apropiado denominarlo como escandinavo– es más que realizable. Esto resulta paradójico, sobre todo si se leen las reflexiones de James Truslow Adams sobre la dificultad que tendrían las clases sociales altas europeas para entender la verosimilitud del concepto. Sabemos, no obstante, que eran otros tiempos, otro contexto histórico, donde esta reflexión tenía su sentido; no estaría siendo justo con este historiador si quisiera hacerlo hoy responsable de su consideración de entonces. Pero supongo que este historiador se sorprendería, acaso decepcionaría, si levantara cabeza. ¿Cómo es posible que en Europa el sueño americano sea más realizable que en Estados Unidos?, podría decir. Debería matizarse, empero, que no todos los países europeos presentan la misma facilidad para medrar socialmente, ni el nivel de equidad de ingresos que los escandinavos; Italia o Reino Unido, por ejemplo, presentan unos niveles similares a los estadounidenses; la posición de España, por cierto, tampoco se aleja mucho, por lo que el sueño americano en “versión española” también entraña su dificultad actualmente.
¿Qué lectura se puede sacar de esto, especialmente en clave nacional? Se me ocurren varias, y el fondo del asunto es seguramente mucho más profundo que las ideas que a continuación comentaré para concluir, pero no me puedo resistir a poner encima de la mesa la que yo creo que es más interesante ahora: el sistema público en España parece debilitarse, o, quizá mejor dicho, parece querer ser debilitado por algunos partidos políticos.
En los países escandinavos, la apuesta por el estado del bienestar es clara, hasta tal punto que se habla de modelo escandinavo de bienestar, con sus particularidades; una de ellas, el énfasis en la redistribución de los recursos. De aquí se puede desprender el papel que puede jugar el estado en la mejora social de cada individuo; un mismo individuo, especialmente si procede de familia pobre, probablemente prosperaría más socialmente en un país donde se prime el sistema público que en otro más liberal, con un papel más residual del estado. Evidentemente, este modelo de país requiere recursos, lo que implica impuestos –no olvidemos que los tipos medios impositivos de estos países son superiores a muchos otros europeos, España entre ellos–, y, no menos importante, saber gestionarlos de manera eficiente, que es donde los políticos deben dar la talla, pero parecen no hacerlo en muchos casos. De lo contrario, el sistema público requeriría incrementar la presión impositiva en la sociedad para compensar la ineficiencia, lo que sería contraproducente.
Para finalizar, que el sueño americano, o de cualquier otro país, y, en definitiva, el crecimiento y bienestar de un individuo en una sociedad, es más realizable cuando hay un sistema público, bien diseñado y ejecutado, que lo respalde; puede que, por eso, el presidente Obama sea consciente de ello y quiera dejar un sistema público más fuerte como legado de su segunda legislatura, particularmente con su plan para la sanidad pública (conocido coloquialmente como “Obama care”). No debería ser necesario un modelo de protección social tan elevada como el nórdico, sino que uno intermedio, como el que en teoría tenemos en España, debería ser suficiente; el modelo estadounidense, del tipo anglosajón, todavía está lejos del nuestro. Estoy convencido de que es necesario defender nuestro sistema público; no perderlo, ni siquiera evolucionarlo a una versión más ligera de sí mismo. Es probable que muchos estemos donde estamos ahora, por supuesto sin desmerecer los méritos personales de cada uno, también necesarios, porque ha habido un sistema público facilitador detrás. Es necesario que no olvidemos esto, y que defendamos nuestro modelo de bienestar tanto como que funcione bien.