Francisco J. Martínez-López. No tenía muy claro si escribir sobre esto, y todavía, incluso ahora, sigo sin tenerlo. Es demasiado personal. No quisiera aburrir al lector con mis historias. En un principio, pensé en quedármela para parte de la trama de una novela; comenté la idea con una amiga neoyorquina, aunque me sugirió que no lo hiciera porque resultaría poco creíble para un texto de ficción; demasiadas casualidades y sucesos estrambóticos en poco tiempo como para que pueda ser verdad, me dijo. Me resisto a ignorar este material para mi prosa, no obstante. Por lo pronto, escribo un breve resumen de los acontecimientos, sin entrar en demasiados detalles.
Nueva York, o New York City, como se la conoce aquí, es, posiblemente, la ciudad que más interés suscita en todo el mundo, la más cosmopolita. Mucha gente que no ha estado aquí sueña con visitarla, y otros muchos que sí lo han hecho la tienen con frecuencia en la cabeza. Hay algo adictivo en esta ciudad, aunque no es realmente hasta que se vive aquí que no se hace uno a la idea de lo que es; el turista que está por aquí unos días no capta su realidad; es necesario tiempo, tener que enfrentarse a los retos que te presenta a diario, sobre todo cuando uno se establece por primera vez, para tomar conciencia de lo que hay más allá de su superficie. La famosa canción de Sinatra dedicada a la ciudad dice en una de sus líneas: “If you can make it there, you can make it anywhere”; uno comprende de verdad lo que esto significa cuando vive aquí. NYC es una ciudad extremadamente competitiva, efervescente, rápida, absorbente, agotadora, desquiciante… Llegar aquí, hacerse un hueco y mantenerse no es fácil. Tiene una gran rotación de personas, muchas de las cuales vienen con sueños que cumplir y se tienen que acabar yendo, antes o después, cediendo ante las exigencias de la ciudad. Es una ciudad de contrastes: de ricos y de pobres, de lujo y miseria, de sueños y pesadillas, de empatía y antipatía, sensible y deshumanizada… Yo, hubo un tiempo, cuando vine la primera vez hace unos años, que me fui con esa sensación de enganche, de querer volver para quedarme, y eso que ya en esa primera ocasión la ciudad me mostró un poco de cómo se las puede gastar. Sin embargo, cuando volví, cambié de opinión, sí. Sigo viendo a muchos conocidos inmersos en ese sueño neoyorquino que les lleva a querer quedarse a toda costa, a hacer que su vida no tenga sentido sin estar establecidos aquí. Puedo comprenderlos; no los critico por ello; yo también pasé por ahí, si bien me duró bastante menos el enamoramiento. Se me ocurren varias ciudades de España que, aunque no contienen a Manhattan y todo lo que ello implica, que no se encuentra en otro sitio, ofrecen una calidad de vida que nunca podrá ofrecer NYC, ni siquiera teniendo gran poder adquisitivo. Sin embargo, sigo viniendo a pasar temporadas. ¿Por qué? Se preguntarán algunos lectores. Supongo que buscando las bondades y experiencias únicas que tiene esta ciudad para ofrecer, y que ninguna iguala. Pero por un tiempo, claro, sin excederse para prevenir indigestiones. Ha dejado de interesarme para más, sinceramente.
Cuando ya se ha vivido aquí, la vuelta es mucho más rápida, casi inmediata. A los pocos días uno ya comienza con sus rutinas. Recuerdo cuando, en la primera ocasión que estuve aquí, cruzaba Lexington Ave. por la 24th o la 25th, giraba inconscientemente la cabeza hacia el norte pare comprobar que no viniera ningún coche, veía el Chrysler building a lo lejos, y se me iluminaba algo por dentro sin quererlo; eso me pasaba casi todos los días. Ahora, en cambio, cuando me encuentro en una situación similar, o bien ni reparo en ello, o bien se me pasan, por un instante, esos días en que esa visión me estremecía. A todo se acaba acostumbrando uno. Sin embargo, hay algo que siempre es una novedad y detesto: buscar una habitación. Y digo habitación, porque aquí esto del apartamento para uno solo, especialmente en Manhattan, como que puede salir por los $3.000 mensuales mínimo; algo desorbitado. Así que toca cambiar el chip, como cuando uno era estudiante, olvidarse de las comodidades y de la zona de confort de la que uno viene, y buscar una habitación en piso compartido sin demasiadas comodidades, que puede rondar una mensualidad de unos $1.000, por encima de muchas cuotas de las hipotecas en nuestro país, así que ya me dirán… Aquí, y en las grandes ciudades estadounidenses, cuando es cuestión de buscar piso, lo que se lleva es Craiglist. Hay muchísimos anuncios, que se pueden discriminar por rangos de precio, las cinco grandes áreas de la ciudad (Manhattan, Brooklyn, Queens, Staten Island y el Bronx), y demás. Yo he vivido en Brooklyn, pero ya prefiero Manhattan, por motivos diversos, y ahí es donde centro mis búsquedas. Digo que no me gusta nada esta parte cada vez que inicio periodo en la ciudad porque hay que empezar a mandar solicitudes, te responden a la mitad de la mitad, porque usualmente los que ponen los anuncios reciben un aluvión de mensajes que no pueden responder en su gran mayoría; luego hay que ir a los pisos a las horas convenidas con los que alquilan, encontrarse con desconocidos y entrar en su vivienda. En definitiva, estar de un lado para otro de la isla durante varios días para ver pocas cosas que merecen la pena. Uno, al final, acaba bajando los niveles de exigencia, porque pasan los días, no encuentra nada, y la persona amiga que te aloja en su casa durante la búsqueda ves que comienza a impacientarse; ya se sabe que el invitado, como el pescado, a los tres días empieza a oler…Esto es una presión añadida; otra opción es alquilarse algo por una semana ampliable en Airbnb, por ejemplo, que es ideal para estancias breves, hasta que encuentre habitación, y busca con mayor tranquilidad, porque de los hoteles y el precio de las habitaciones aquí nos olvidamos también; no suelen compensar.
Y, tras la introducción anterior necesaria, he entrado en materia. He estado escribiendo unas horas apenas sin darme cuenta, desde el salón de mi nuevo apartamento, compartido, por supuesto, en la última planta de un edificio en Harlem, cerca de Central Park North, junto a una ventana orientada al sur que ofrece una vista interesante de la zona. He estado tan ensimismado en contar la historia que sólo he reaccionado cuando me he percatado de que la distribución de luces y sombras que había en el terrado del edificio de enfrente ha cambiado considerablemente desde que comenzara a escribir esta mañana, a eso de las ocho y pico; los ruidos matutinos de mi compañero, preparándose el desayuno, a las siete de la mañana, me han despertado y me he levantado. Él se fue antes de que me acabara mi café. Ahora es la una.
El caso es que me van a disculpar, pero me he dado cuenta, leyendo lo escrito, que la historia es demasiado buena e intrigante como para quemarla en esta columna; creo que voy a utilizar este material para una novela. Sólo les digo que en 48 horas he estado en tres pisos distintos. Primero con una mujer de mediana edad, cantante y compositora, algo excéntrica y maniática, aunque buena persona. Precisamente por sus rarezas, que no me puedo entretener en contar porque tendría que entrar en describir su perfil psicológico y antecedentes vitales, y me llevaría demasiado tiempo, tras pasar la primera noche, después de desayunar, tener una charla agradable y ponerme a trabajar en mi cuarto, convinimos, tras una larga conversación, que lo mejor sería que abandonara el piso, y que me devolvería todo el dinero pagado (dos meses, primero y último, y fianza, como es habitual aquí) si salía inmediatamente. La cosa se reduce, básicamente, en que la mujer creía que yo estaría en la casa para dormir y poco más; ella necesitaba estar sola para componer y mi presencia en la casa decía que la alteraba, aunque estuviera encerrado en mi habitación, como me hizo hacer al principio. Tuve que volver a hacer todas las maletas y a recoger todo lo mío. Desde allí, antes de irme, envié varios mensajes a opciones que me interesaban de Craiglist.
Regresé al piso de mi amiga para dejar temporalmente mis maletas, y quizá quedarme unos días más, hasta que encontrara algo. Tenía el propósito de importunarla lo mínimo, y encontrar algo con la mayor celeridad; no podía ser demasiado selectivo. Esa tarde estuve viendo varias opciones, pero no me cuadraron. Necesitaba ya algo, centrarme; arrastraba todavía jet-lag y tenía temas laborales importantes que atender; necesitaba varias horas de ordenador e Internet. Al final del día, ya tarde, tras varios pisos previos, a eso de las nueve de la noche, vi una opción en la 135, cerca de donde está la YMCA de Harlem, justo al lado de una gran comisaría de la NYPD. El tipo que me abrió la puerta, que poco después supe que estaba en ese piso desde niño, era una mole afroamericana que no me dio buena espina por las pintas y apariencia ruda; tampoco lo hizo su novia, que no vivía allí, pero estaba con él. Tenían un aspecto raro y una personalidad apática. La otra chica que sí vivía allí, también afroamericana, llevaba unas semanas, sí que me pareció bastante agradable y simpática. Todos rondaban los veinte y pico, y parecían dedicarse a la música.
La habitación estaba bien, con unas vistas inspiradoras, aunque el piso no lo estaba tanto; ya había estado en sitios peores en la ciudad, pensé, así que supuse que podría aguantar bien contando con lo primario: una habitación decente. Para la mala hostia y actitud intimidatoria que luego comprobé que se gastaba el tipo, durante el tiempo que estuvimos hablando para ver lo que hacía, debió hacer un esfuerzo de simpatía e incluso amabilidad. Cuando le dije que creía que me iba a quedar, me sacó un contrato de arrendamiento; todo muy formal. Le pregunté cuándo le venía bien que me cambiara, y me dijo que cuando quisiera; añadió que esa noche tenía todavía unas horas de trabajo que hacer con su música, pero que, si llegaba antes de medianoche, estaría bien. Así lo hice. Le pagué a mi vuelta lo convenido: $1.000. Me sorprendió, e incluso me gustó, que no me pidiera también el último mes y la fianza; en ese caso, habría tenido que soltarle unos $3.000, que es lo que me traje en metálico de España para el alquiler de mis meses aquí.
Bien, y dije que iba a contar la historia telegráficamente para reservarme los detalles y no lo estoy cumpliendo del todo, así que voy a retomar mi propósito. Cuando regresé había música fuerte que salía del cuarto de este tipo, contiguo al mío. No le di importancia, y supuse que sería por lo que me dijo que tenía que hacer esa noche. A eso de la una y pico acabé de sacar todo de la maleta y estaba listo para acostarme. Sin embargo, la música seguía fuerte; ah, he olvidado mencionar el estilo: hip hop…no precisamente una nana. Supuse que acabaría en breve. Me acosté y me puse unos tapones especiales que me compré cuando años atrás vivía en una de las arterias de downtown Manhattan y el ruido del tráfico era infernal, pero ni con esas conseguí reducir las molestias. Estuve dando vueltas en la cama. Creo que no conseguí nunca conciliar el sueño. A eso de las cinco de la mañana ya no podía más, aunque tampoco quería ser descortés, por ser mi primer día; quizá, era cierto eso que me decía, sobre el trabajo que tenían que hacer, y les estaba llevando más tiempo del necesario. Saqué mi móvil y grabé el sonido, pegándolo en la pared que separaba nuestras habitaciones, y que vibraba por la música, para enseñárselo al día siguiente y que buscara una solución para otras noches que se le pudieran presentar con trabajo, como utilizar unos auriculares, por ejemplo. Sin embargo, a la media hora ya estaba indignado. Eso era insoportable y necesitaba descansar. Así que a las cinco y media salí de mi cuarto y me dirigí al suyo, que tenía la puerta abierta, y donde además no me pareció ver ninguna cama. La escena que presencié, no obstante, de manera instantánea, me hizo reaccionar y, definitivamente, pensar: “La he cagado metiéndome aquí”… (continuará)