Xavier Dolan conduce al espectador a una increíble experiencia sensorial en ‘Solo el fin del mundo’

Escena de 'Solo el fin del mundo'.
Escena de ‘Solo el fin del mundo’.

Carlos Fernández / @karlos686. “Esta es mi opinión hoy y en este momento de mi vida”. Xavier Dolan es uno de mis directores favoritos y, pese a su juventud, se ha colado en el pequeño abanico de los llamados “grandes directores contemporáneos”. El director canadiense debutó en Cannes a los 18 años con la maravillosa Yo maté a mi madre, luego arrasó con una de las películas más originales de los últimos años, esa joya que responde al nombre de Los amores imaginarios; luego conquistó a crítica y público con la historia de un heterosexual que quería travestirse en la que reflexiona sobre los cánones de “normalidad” que implanta la sociedad desmantelando un sinfín de tópicos y clichés en base a una puesta en escena riquísima: Lawrence Aniways. En 2015 estrenó su obra maestra: Mommy, película en la que reflexionaba sobre la maternidad en una sociedad distópica en la que ejerció un poderoso poder narrativo y estético. La palabra que mejor define el cine de Xavier Dolan es la indisciplina. Es un director imaginativo, transgresor, indisciplinado y muy libre.

En otras palabras, uno de esos que hace lo que le da la gana. Y vaya si se le agradece. El 6 de enero se estrena su última película: Solo el fin del mundo, película que ganó el premio del jurado en la pasada edición del Festival de Cannes pese al sinfín de críticas negativas que recibió por parte de la crítica profesional. Solo el fin del mundo es un melodrama que narra la vuelta a casa de un joven que lleva 12 años sin ver a su familia para pasar un domingo en familia y comunicarles algo muy difícil de decir. En medio de una estética implacable, primeros planos constantes, gritos familiares, diálogos continuos (la película está basada en una obra de teatro)… la película se vuelca en un sentido trágico sobre el silencio de un ser humano que se ama, generando gritos a su alrededor y generando dolor por no poder acceder a ese amor. Los secretos, la muerte, el dolor, el amor… se unen en un cóctel molotov que lleva 12 años con la cerilla apagada… hasta este día en el que el familiar desaparecido vuelve a aparecer. No es el fin del mundo… o eso se piensa.

Una película que tiene una de las escenas musicales más elevadas del año (momento Dragostea din tei) y una poderosa realidad familiar que, por supuesto, no convencerá a todo el mundo. Eso es casi lo mejor de la película, su falta de interés en “gustar”. La libertad de Dolan no solo me gusta, sino que, desde mi humilde punto de vista, me logra transportar a un gran puerto en el que las lágrimas y los pelos de punta llegan a mi cuerpo. Solo el fin del mundo es una experiencia sensorial digna de verse una y mil veces.

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