Un relato por desarrollar

Paco Huelva. Venía cabizbajo por la calle de Los Naranjos. Daba patadas a un vaso de plástico procedente de los restos de un botellón realizado por algunos chavales la madrugada pasada y que… unos metros más allá de donde se encontraba, había dejado restos de la batalla desarrollada en una noche dedicada a mercar algún porro de marihuana, beber cubatas de saldo con mucho hielo y meter mano a quien se dejara, hasta la llegada de un amanecer incierto que los obligase de nuevo a recluirse en sus casas, para, una vez en ella, en el interior de esos cubículos ajenos que eran sus viviendas, dormir la resaca hasta bien entrada la tarde y volver a comenzar de nuevo cuando el ocaso se hiciera presente.

La figura se acercaba siguiendo con la vista los aconteceres del plástico rodante que iba pateando, y, hasta que no la tuvo bien cerca, no vislumbró en ella al hombre prudente que era D. Antonio; calificativo éste -el de prudente-, del que se había hecho merecedor con el paso del tiempo.

Cuando llegó a su altura, le dijo:
-¡Pensativo le veo hoy, D. Antonio!

Antes de encararme, miró de nuevo al accidentado vaso y, con saña desmedida, lo aplastó en medio de la calle como si fuera una cucaracha que ha salido correteando entre nuestros pies por el baldosado de la cocina.

-¡Es que estoy hasta los cojones, D. Francisco! -dijo mientras se sentaba en una silla cercana a la mía y dejaba vagar la mirada en algún lugar escondido en su cerebro, de esos que no se visualizan por los demás pero no se sabe por qué razones atormentan la vida de quienes los padecen.

-¡Mire, D. Francisco, esta situación que se nos viene encima me tiene agobiado!

-¿Qué situación? -pregunté algo confundido.

-¿Cómo que qué situación, hombre de dios? -dijo, con cara de sorpresa ante mi pregunta-. ¡Pues qué situación va a ser! ¡La de la crisis, coño! ¿O es que no se ha enterado usted de que estamos en crisis y la vamos a pasar canutas en los próximos años? -masculló mientras se alisaba el tupé que se le había descompuesto con los gestos.

Esta entrada, o cualquiera otra por el estilo, podría ser el introito para un relato de un país, una comunidad de intereses -léase Europa-, o de un mundo que parece desmoronarse sobre sus hasta ahora sólidos cimientos, poniendo en evidencia las recetas políticas que se aplican para detener el robo a mano armada que la macroeconomía está llevando a cabo contra los que poco o nada tienen, a los que están exprimiendo, matando de hambre o desahuciando de aquello que fue suyo: una vivienda, un trabajo digno o el derecho a una sanidad o educación públicas.

Si continuáramos el relato un poco más, Don Antonio podría decir:
-¿Pero para qué cojones sirven la Reserva Federal, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el Banco Central Europeo y todos esos organismos donde trabajan una pila de gente dedicada exclusivamente a que los que tienen mucho dinero lo conserven y los que poco o nada tienen sigan viviendo en la miseria? ¿Para qué sirven, eh, D. Francisco?

La verdad es que yo no sabría contestar si fuera el personaje que se infiere del texto. Sólo me dedicaría a mirar su airada cara y, en silencio, asentir a lo que D. Antonio tuviera a bien manifestar sobre el tema. Solo eso.

Pero lo que alrededor nuestro se augura, se siente o se padece sobre este asunto, en este momento histórico que nos está asfixiando y no precisamente de calor sino por la irregular situación en que están entrando los mercados, no depara un final feliz a esta historia que comienza. Porque de una negra historia se trata, sin duda.

Siempre se ha dicho y es cierto, que cualquier texto tiene tantas lecturas como personas posen su mirada sobre el mismo. De ahí que deje abierto este relato para que usted lo finalice como bien le parezca.

Que pase un buen día, si puede.

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