Francisco J. Martínez-López. Este verano descubrí por casualidad un nuevo puente en NYC. La ciudad ya tiene muchos y emblemáticos. La historia de la construcción de sus puentes es fascinante; recomiendo un documental sobre esto; debe estar en YouTube. No pensé que, con el despliegue de puentes existente, iba a ser testigo en mi tiempo de otro, pero así ha sido. En este caso, a diferencia de los que al lector se le pueden estar pasando por la mente, uno que no cruza ninguno de los ríos de la ciudad.
Había quedado para ver una película en un cine que montan entre semana al aire libre, en una de las explanadas de césped que se ocultan tras árboles y vegetación en Brooklyn Bridge Park. La película era lo de menos; creo recordar que era de ciencia ficción. No la vi, de hecho. Salí tarde de mi apartamento en Harlem. Cogí la línea 2 de metro en la 116, pensando luego en cambiar en Columbus Circle al expreso A hasta High St., primera parada en Brooklyn, justo al comienzo del puente, y ya bajar andando hasta el parque, a la orilla del East River. Pero el tiempo corría y me daba cuenta de que podría perder demasiado en el cambio de línea, entre que llegaba al andén del A y esperaba al otro tren ¿Qué podía hacer? Tampoco tenía más opciones, pensé. Miré el plano de metro en mi teléfono, por si hubiera una ruta alternativa a la que habitualmente solía coger para ir allí. Entonces descubrí que la línea de metro en la que iba tenía una parada muy conveniente, Clark St., en Brooklyn Heights, un barrio icónico de Brooklyn que está sobre unas colinas al sur del puente de Brooklyn, con unas vistas privilegiadas del sur de Manhattan. Así que no me apeé de ese tren y llegué antes de lo previsto a la zona.
Otra cosa era encontrar el camino desde Clarck St. hasta el parque sin perderse; nunca había estado en esa estación. Nada más salir, busqué la referencia: el puente de Brooklyn. Divisé el extremo superior de uno de sus dos pilares de arquitectura gótica al doblar un par de esquinas. Estuve callejeando por pendientes descendentes unos cinco minutos, hasta que llegué a un sitio que me obligaba a desviarme; había que bajar por una calle, con bastante inclinación, que terminaba de salvar el desnivel de la colina donde estaba, y conectaba con una vía rápida, probablemente la BQE (Brooklyn-Queens Expressway). Pensaba que estaría más bajo, pero no. Una incipiente frustración me sobrevino. Veía que al final habría sido similar o mejor la opción que había pensado previamente, pues intuía que acabaría pasando cerca de la zona de la estación de High St, de la línea A. Me resistía a seguir, sin embargo. Debía haber otra forma más directa de conectar con el parque. Miré a mi alrededor, pero no parecía haber más opciones; no había más itinerarios alternativos; era la única calle. Consideré volver sobre mis pasos y probar con otra de las calles que se desviaban al sur más arriba. Empecé a pensar que lo más conveniente sería preguntar a alguien.
Una pareja que iba con la típica bolsa que se lleva cuando se va de pic-nic al parque pasó a mi lado en ese instante, y se metió por un pasaje peatonal estrecho entre dos casas; no me había dado cuenta de ello hasta que los vi. Opté por seguirlos. Tras ese pasaje, la entrada a un pequeño parque, Squibb Park, aún en Brooklyn Heights; uno de los bordes del parque se perfilaba en un cortado a nivel de las plantas intermedias de los rascacielos del otro lado del río. No conocía esas vistas de Manhattan, y paré unos minutos para contemplarlas, una vez comprobado que efectivamente había otra forma de acceder al Brooklyn Bridge Park: utilizar un pequeño puente serpenteante que salvaba desde ese parque, de una manera prodigiosa, el desnivel entre los altos de Brooklyn y el East River; estaba claro que debía haber otro acceso, pensé. Tenía sentido. El puente, formado por varios segmentos de listones de madera largos y cables de acero, apoyados sobre varios pilares a lo largo de su recorrido, tenía una flexibilidad inusual al caminar. A medida que uno se alejaba de cada pilar y se aproximaba al centro del segmento, la flexibilidad del puente se hacía más evidente, en movimiento ondulante con los pasos, como hace la cuerda de acero con el equilibrista. Me pareció divertido.
Llegué tarde al evento y aquello ya estaba atascado de gente. Llamé a mi amiga al llegar, pero no lo cogía. Había música de ambientación fuerte, por lo que supuse que no se percataría de mi llamada, salvo que tuviera el teléfono en la mano. Opté por enviar un mensaje, darle mi posición, y sugerirle un lugar concreto para quedar en una de las entradas, y ya, desde ahí, dirigirnos juntos a algún lugar. La respuesta tardaba, pero no me importaba porque aproveché para sentarme en uno de los muchos bancos situados junto al río. La tarde tornaba a crepuscular y la visión al otro lado del río era fascinante. Una persona cogió un micro y anuncio el inicio inminente de la película, los sponsors gracias a los cuales la película se proyectaba, e incluso recuerdo vagamente que tuvo unas palabras un concejal o alguien en representación del ayuntamiento; no sabría decir con precisión. La película comenzó; era de animación; de animales humanizados; ¿he mencionado que era de ciencia ficción? Los minutos pasaron, y mi amiga, sin dar señales. Me daba igual; estar allí sentado era ya una fortuna. Otro podría haberse enfadado por haber cruzado la ciudad entera para nada, pero para mí era único. Mi cabeza se entretenía soñando con las vistas después de todo el día trabajando; de hecho, me relajé tanto que comenzó a apetecerme volver a mi apartamento y cenar tranquilo. Así lo hice, cogiendo el puente recién descubierto de nuevo. Mi amiga me llamó a la media hora, justo cuando el tren estaba entrando en la estación 96 St. Me dijo que salía enseguida a buscarme, que no se había dado cuenta de la llamada, aunque ya era tarde. Se enfadó consigo misma cuando le dije que estaba ya de vuelta, llegando a casa, aunque no debía preocuparse, porque habían sido un par de horas provechosas para mí.
Unos días más tarde enseñé la zona a otra amiga de Detroit que llevaba sólo unos meses en la ciudad. De hecho, había estado tan ocupada con el nuevo trabajo que no había tenido tiempo de cruzar el puente de Brooklyn aún. Eso debía solucionarse, pensé. Quedamos en City Hall y, desde allí, cruzamos hasta Brooklyn. Después la llevé a DUMBO, un lugar menos concurrido, pero igualmente especial, junto al río, entre los puentes de Brooklyn y Manhattan. Entre la hora, más de las tres, y la caminata, estaba hambriento. Nos tomamos una hamburguesa en el Shake Shack que hay cerca del Brooklyn Bridge Park, y luego un helado en la Brooklyn Ice Cream Factory… muy clásico todo; de New Yorker genuino o de guía turístico, dependiendo como se mire. Me pedí un cucurucho de helado de mantequilla con nueces “pecan butter”; en un principio pensé en el de vainilla de siempre, pero mi amiga me animó a probar cosas nuevas, a “arriesgarme”; ¿por qué no? Aprendí un sinónimo de nuez que no conocía (“pecan”) y a decir bola de helado; uno siempre está aprendiendo cosas de un idioma, por mucho que sepa; por cierto, si alguien piensa en la traducción directa “ice cream ball”, como que van a mirarle raro… créanme… el nativo no lo va a “pillar”. Mejor utilicen “scoop” en lugar de “ball”.
Para volver a Manhattan, decidimos coger el metro, y yo ya conocía una nueva estación y atajo desde donde estábamos… Camino de Clark St., pasamos por el puente de Squibb Park para que lo viera. A mitad del puente, con ese movimiento fluctuante, se asustó y aceleró el paso hasta llegar a zona firme, arriba. No le gustaba que el puente se moviera tanto; a mí me seguía pareciendo divertido.
Ahora he sabido que el puente, al contrario de lo que pensaba, no llevaba ahí mucho tiempo, sino que había sido inaugurado en primavera, y se cerró cautelarmente días después de pasar yo, por movimiento excesivo. El 3 de octubre, sin embargo, responsables públicos anunciaron que el puente, que costó unos cinco millones de dólares, permanecerá cerrado hasta la primavera del año próximo, mientras los ingenieros estudian el problema y buscan soluciones.