Juan Manuel Suárez Japón. Ahí estaba ella, abrazando por fin a su nieto robado. Y ahí le veíamos a él, a Ignacio (Guido) Hurban, un poco tímido ante los achuchones de la abuela, ante aquellos besos tanto tiempo pospuestos. Reconocí de inmediato el rostro de ella, aquella Estela de Carlotto, presidenta de las Abuelas de la Plaza de Mayo, a quien hace unos años invitamos a participar en un seminario sobre “Libertad y Terrorismo de Estado” que organizamos en el marco de la Cátedra Unesco de Derechos Humanos que tuve la oportunidad de promover en la Universidad Internacional de Andalucía. Ella misma, su rostro sereno a pesar de las emociones, su imagen de mujer elegante que niega sus muchos años y, aunque no la oyera, seguro que su inolvidable discurso equilibrado, medido, capaz de hablar de cosas horribles con una admirable serenidad.
Estela de Carlotto nos contó entonces su dolorosa experiencia, en todo equiparable con las experiencias de otros muchos cientos de abuelas y de madres y de familias argentinas a las que la dictadura militar (1976-1983) arrebató las vidas de sus gentes más queridas. En su caso, las manos criminales de los facciosos les habían secuestrado a su hija, embarazada, y a su marido. A ambos los mataron en cuanto en embarazo tuvo término. Y aunque nunca nadie se lo confirmara, Estela siempre estuvo en la creencia de que era así como habrían discurrido las cosas y que su hijo debía vivir, acogido en alguna de las familias que se prestaron a atender a esas criaturas tan complejamente arrojadas a la existencia. Esa intuición fue el origen de su movimiento, las Abuelas de Plaza de Mayo, que ella presidía incansablemente desde su sede en la vía Virrey Ceballos de Buenos Aires. Hasta allí acudió al fin Ignacio (Guido) Hurban, sospechando que él pudiera ser uno de aquellos bebes robados y la prueba de ADN resolvió el enigma. Estela de Carlotto era la abuela. Su corazonada era cierta: su nieto vivía.
No debe ser fácil explicar lo que uno puede sentir en una situación semejante. Ellos mismos, abuela y nieto, se mostraron incapaces de hacerlo durante la breve rueda de prensa que ofrecieron tras conocerse todo. Él descubrió que “era quien no era”, dijo, e incluso que su nombre era otro. Pero recordó el trato amoroso de la familia que le había acogido. Naturalmente, no podía evitar su desconcierto por todo lo que le había sucedido y apeló a la necesidad de seguir trabajando por encuentros así para poder ir “cerrando las heridas” en un país que no puede olvidar aquellas atrocidades. La abuela Estela era plenamente feliz sabiéndolo vivo, teniendo a su lado a la continuidad de su hija tan vilmente asesinada.
¿Dónde te encuentras más cómodo?, le preguntaron a Ignacio. “No sé… pero me encuentro más cómodo en la verdad”. Y la primera verdad es no olvidar que fue la mano criminal de aquellos gobernantes indignos la que provocó ese dolor que ahora había encontrado un lenitivo, ¡36 años después!