Redacción. A la espera de las vacunas, no existe ni se espera un tratamiento de eficacia abrumadora contra el nuevo coronavirus, una bala mágica que elimine de forma justificada el miedo al contagio. Sin embargo, ¿es equivalente acudir a un hospital por covid ahora que hacerlo durante la primera ola? ¿Qué ha cambiado? ¿Ha mejorado el pronóstico de los ingresados?
La realidad no es un ensayo clínico, menos aún en una pandemia. Responder con exactitud a la última pregunta precisaría reproducir las condiciones que se dieron fuera de los hospitales en marzo y abril, y una vez dentro, aplicar la organización actual y los nuevos protocolos. Esa sería la forma teórica de comparar pronósticos, pero ni se puede ni se debe reproducir aquel ambiente de desconocimiento de la enfermedad, de falta de pruebas diagnósticas.
La única aproximación posible es mediante la estadística, que permite comparar escenarios diferentes. Usada de forma apropiada ayuda a reducir sesgos y confusiones, como algunos de los que se produjeron en verano. Por entonces, los casos de contagiados bajaron, pero aún más lo hicieron las muertes. Eso dio pie a pensar que los tratamientos habían mejorado drásticamente el pronóstico o incluso, sin ninguna prueba para ello, que el virus había perdido fuerza.
Lo que sucedía se explicaba en buena medida por la imagen del iceberg. Al extenderse las pruebas diagnósticas, los casos menos graves que quedaron ocultos en la primera ola sí emergían ahora. Los contagiados que acudían al hospital eran en general más jóvenes y tenían menos factores de riesgo. La letalidad aparente cayó en picado por la propia naturaleza de los infectados.
Entonces, ¿ha mejorado el pronóstico? Para saberlo había que tener los datos necesarios y aplicar estadística, y al menos tres estudios lo han intentado.
Aunque todos sean aproximativos, la respuesta rápida es que sí.
Los tres estudios que cuantifican la mejora
El ICNARC es el Centro Nacional de Auditoría e Investigación en Cuidados Intensivos del Reino Unido. Aprovechando los datos de todas las UCI, investigadores del centro analizaron el pronóstico de los 10.000 pacientes que ingresaron en ellas por covid entre febrero y el 21 de mayo. Para ello dividieron los periodos de ingreso en tres: antes del pico hospitalario, durante el pico y después de él.
Además, analizaron la letalidad usando herramientas estadísticas que permiten corregir posibles diferencias entre los grupos en cuestión de edad, sexo, algunos factores-pronóstico como la tensión arterial y otros de gravedad al ingreso, como la saturación de oxígeno. Corregir en lo posible el efecto iceberg, por tanto. Sus resultados, publicados en forma de preprint, indican que la letalidad en las UCI disminuyó un 30 % desde el inicio de la pandemia hasta la llegada del verano (en números absolutos, al principio fallecían el 43 % de los que ingresaban; tres meses después lo hacía el 34 %).
Aprovechando datos más amplios del Sistema de Salud Público del Reino Unido, otro estudio publicado a finales de octubre analizó la supervivencia de más de 21.000 pacientes graves ingresados por covid hasta finales de junio en hospitales británicos, no solo en las UCI. Hicieron análisis parecidos —aunque incluyeron otros factores de riesgo y no de gravedad— y también observaron una disminución de la letalidad respecto al inicio de la pandemia. Además, sus cálculos semanales permiten ver cómo esta ascendió el primer mes hasta el momento de saturación de los hospitales, para empezar a descender constantemente después. Parte de la mejora vino, por tanto, de la descongestión hospitalaria, pero otra tuvo que deberse a otros factores, ya que el pronóstico fue mejor en verano que antes de la saturación.
La mortalidad cayó de manera continuada hasta el verano. Parte de la mejora se debió a la descongestión hospitalaria, pero hay otros factores. Para Oriol Roca, especialista en UCI, “estamos mejor preparados tanto en el conocimiento de la enfermedad como de los posibles tratamientos”.
Los resultados del último trabajo son más llamativos, aunque pueden estar limitados por haber sido realizados en tres hospitales de una misma institución en Nueva York. En los más de 5.000 pacientes estudiados, la letalidad hospitalaria —corregida por numerosos factores, tanto de riesgo como de gravedad al ingreso— cayó de un 25,6 % a un 7,6 % desde marzo hasta agosto. La mejora fue continuada hasta el verano, lo que sugiere también que al menos una parte no fue debida a la descompresión hospitalaria.
Solo un tratamiento ha demostrado reducir la mortalidad por covid, los corticoides, y solo en pacientes con insuficiencia respiratoria grave. Sin embargo, sus efectos no bastan para explicar muchos de esos porcentajes. Además, su uso se generalizó a partir de la comunicación del ensayo clínico RECOVERY, a finales de junio, cuando estos estudios ya habían finalizado o lo estaban haciendo.
Eso implica que probablemente la situación sea ahora algo mejor que al principio del verano, cuando acabaron los primeros —es difícil precisarlo, porque en algunos hospitales ya se empleaban—. También que, aunque la letalidad en las UCI sigue siendo alta, más cosas han tenido que suceder para explicar el descenso observado.
Para Oriol Roca, especialista en la UCI del hospital Vall d´Hebron, en Barcelona, “estamos mejor preparados tanto en lo que se refiere al conocimiento de la enfermedad como a los posibles tratamientos que pueden ser útiles. Y se ha aprendido cuáles no son efectivos”. Así piensa también Antoni Torres, director de la Unidad de Vigilancia Intensiva Respiratoria en el Hospital Clínic, también de Barcelona, y que ha colaborado en las guías clínicas del Ministerio de Sanidad: “La gente conoce mejor la enfermedad y acude antes las consultas. Eso permite que la atención sea más precoz y más eficaz”.
Qué ha cambiado: las medidas invisibles
Además de tratamientos más o menos específicos contra el virus, una parte importante de la atención tiene que ver con las medidas de soporte. Entre ellas están la prevención o tratamiento precoz de complicaciones, el uso de antibióticos si se añade una infección, el control de la fiebre y la hidratación, la oxigenoterapia, la ventilación mecánica si llega a ser necesaria… Toda una serie de medidas difíciles de cuantificar pero importantes en cuanto al pronóstico final. Los criterios están más claros ahora que al inicio de la pandemia.
“Las alteraciones se tratan antes”, confirma Torres, “porque los pacientes acuden más pronto y porque la organización hospitalaria es diferente y más eficaz que en la primera ola. Eso mejora el pronóstico”.
Además, se han delimitado mejor los criterios de ventilación mecánica. “En los primeros momentos se dijo que había que usar los ventiladores antes de que tuvieran los criterios estándar”, afirma Torres. “Ahora se sabe que no es así, que hay que usar los criterios que ya teníamos para este tipo de síndromes”. Como dice en un artículo en la revista Nature el intensivista Bharath Vijayaraghavan, “gran parte del discurso inicial se complicó por el ruido que había acerca de que esta enfermedad era completamente diferente a todas las demás. Esa distracción causó mucho daño”.
Eso no sucedió con la postura de decúbito prono, que mejora la oxigenación de este tipo de pacientes y que, como confirma Oriol Roca, “se ha utilizado desde el principio. Es una de las medidas que ha demostrado mejorar la supervivencia de los enfermos con síndrome de distrés respiratorio, que es el cuadro que genera la covid-19”. Eso sí, el hecho de que se aplicara desde el principio implica que no es algo que haya contribuido a la mejora de los pronósticos.
Lo que sí ha podido hacerlo es dejar de dar tratamientos que, usados masivamente al principio de la pandemia sin apenas evidencias, han podido hacer más daño que beneficio.
El conflicto moral en los ensayos clínicos
En los primeros meses se popularizó el uso de la cloroquina y la hidroxicloroquina, fármacos contra la malaria que sobre el papel tenían posibilidades de servir también contra el nuevo coronavirus. Estudios iniciales que no permitían sacar conclusiones alentaron aún más su utilización. Sin embargo, cuando se publicaron los ensayos clínicos se vio que no solo no servían, sino que podían aumentar la mortalidad. Su uso fue disminuyendo hasta quedar desterrados.
La voluntad de hacer algo contra una enfermedad nueva y abrumadora llevó a tomar atajos. El problema es que algunos de ellos pudieron ser contraproducentes, y además su empleo generalizado dificultó realizar ensayos clínicos, donde un grupo de pacientes debe ser tratado con placebo.
“Es fácil criticar a pelota pasada, pero se han dado cócteles de tratamientos con muy poca evidencia”, afirma Torres. “Se deberían haber hecho ensayos clínicos rápidos y pragmáticos antes de dar combinaciones de fármacos que podrían ser incluso perjudiciales. En caso de pandemia, la investigación tendría que estar facilitada. Costó mucho ponerlos en marcha, tanto por el acceso a fondos como por trabas burocráticas”.
Algunos de esos ensayos fueron los llamados Solidarity —impulsado por la OMS— y RECOVERY —organizado en el Reino Unido—. Este último detectó un aumento de mortalidad con la cloroquina y estableció la utilidad del único tratamiento eficaz hasta la fecha, los corticoides.
Hay algo importante aquí y que seguramente deberá ser tenido en cuenta ante posibles nuevas epidemias, y es que hay voces de médicos que piensan que el ensayo RECOVERY con corticoides no fue ético, ya que al necesitar un grupo placebo, a esos pacientes se le negó un tratamiento potencial y con buenas expectativas. Sin embargo, fue ese mismo ensayo el que permitió que se extendiera y generalizara el uso de los corticoides, discutido hasta entonces porque no habían sido eficaces y parecían haber dado problemas en pacientes con MERS y SARS, los primos hermanos del nuevo coronavirus.
Y sin ese tipo de ensayos, seguramente seguiría administrándose la cloroquina. De ahí que otros médicos consideren que lo que no es ético es administrar tratamientos no aprobados, salvo en pacientes muy críticos y donde la evidencia, aun sin ensayos clínicos, sea mucho mayor. Los mismos dilemas pueden volver a plantearse en el futuro.
Los casos de coronavirus graves pueden pasar por tres carreteras principales, y de hacerlo se suceden y solapan en el tiempo: la acción directa del virus, la inflamación que provoca y la coagulopatía generada. Los ensayos clínicos han permitido delinear mejor cómo bloquear esas carreteras.
Tratamientos actuales: contra el virus, remdesivir
La presencia del virus (la carga viral) es alta durante la primera semana de la infección, para luego descender. De los antivirales probados, solo el remdesivir ha mostrado cierta eficacia, aunque muy discutida. A pesar de que ningún estudio ha visto que mejore la mortalidad, un ensayo clínico mostró que reducía moderadamente el tiempo de hospitalización.
Sin embargo, el ensayo Solidarity no encontró siquiera este efecto. La FDA estadounidense aprobó su uso basándose en los datos del primero, sin tener en cuenta los del segundo, y la OMS acaba de desaconsejar su uso en vistas de su falta de evidencia, precio y posible toxicidad.
Consultado justo antes de esta recomendación, Antoni Torres afirmaba que “aunque hay dudas, [en pacientes de cierta gravedad] el remdesivir se sigue dando, pero solo si se cumple la indicación de que el paciente está en los primeros siete días de la infección”.
Es en ese periodo donde teóricamente podría ser más eficaz, aunque realmente no hay evidencias por el momento que lo demuestren. Además, el agravamiento de los síntomas suele darse pasada la semana. El uso del remdesivir no parece explicar la mejora de los pronósticos.
Contra la inflamación, corticoides
Actuar contra la inflamación que el SARS-Cov2 puede desatar fue uno de los primeros objetivos de los tratamientos. Desde el principio se pensó en los corticoides, un tipo de inmunosupresores que habían demostrado su eficacia en síndromes pulmonares similares. Sin embargo, no lo habían hecho en pacientes con SARS o MERS, e incluso parecen aumentar la mortalidad en casos de gripe grave.
El ensayo RECOVERY confirmó que sí eran eficaces contra el nuevo coronavirus. En global, reducían las muertes en pacientes hospitalizados un 17 % (del 25,7 % al 22,4 % en términos absolutos). Lo hacían especialmente en aquellos que necesitaron ventilación mecánica, hasta un 36 %, pero no (e incluso pueden ser perjudiciales) en los que no llegan a requerir oxígeno.
Antes de eso, “unos proponíamos su uso, mientras que otros los recomendaban en contra”, explica Torres, “pero es fácil hablar a toro pasado”. Tras la publicación del ensayo es ya un estándar clínico, y no hay grandes diferencias en cuanto a su uso entre hospitales. Los corticoides han mejorado indudablemente el pronóstico de los pacientes, pero el hecho de que ya se administraran en algunos centros al inicio de la pandemia dificulta calcular cuánto.
Otro de los fármacos más estudiados contra la inflamación es el tocilizumab, que se dirige contra la tormenta de citoquinas que el virus puede promover. Aunque se tenían puestas muchas esperanzas, los ensayos de la propia compañía que lo comercializa no han demostrado ninguna eficacia, y alguna publicación cuestiona ya que la famosa tormenta sea un fenómeno frecuente en los pacientes graves.
Se prevé que el ensayo RECOVERY de también información en las próximas semanas. “En nuestro caso, y en vista de los resultados de los estudios, ya no usamos tocilizumab”, afirma Oriol Roca. Torres reconoce que “se sigue dando en algunos casos, pero lo están estudiando y creo que tendrán que quitarlo también”.
Contra la coagulopatía, heparina
Hasta un 30 % de los pacientes graves por covid pueden desarrollar un problema de coagulación que complique el pronóstico. A todos los pacientes que ingresan y van a estar tiempo encamados se les da heparina (un anticoagulante) profiláctica. “Su uso se ha generalizado por el alto riesgo que tienen estos pacientes”, afirma José María Moraleda, jefe del Servicio de Hematología del Hospital Clínico Universitario Virgen de la Arrixaca, en Murcia, y expresidente de la Sociedad Española de Hematología. “Sin duda, es algo que ha mejorado el curso clínico de estos pacientes”.
Su uso se extendió en buena medida a partir de un estudio publicado en mayo y liderado por el cardiólogo Valentín Fuster. En el hospital Mount Sinai donde trabaja se modificaron los protocolos para aumentar el número de pacientes tratados con heparina, y posteriormente se analizó si esta había mejorado el pronóstico. La conclusión fue que sí, pero el estudio fue criticado por no tratarse de un ensayo clínico con un grupo control al que se le administrara un placebo, lo cual dificultaba mucho extraer un mensaje claro.
El propio Valentín Fuster reconoció haberse negado a participar en este tipo de ensayo, aludiendo a que no podía esperar y a la dureza de “ver enfrente de ti a diez o quince pacientes morir cada día en un solo hospital”. Sin embargo, según el oncohematólogo e investigador en políticas de salud Vinay Prasad, “ver una enfermedad grave es una razón de más para realizar ensayos clínicos”.
Los ensayos ahora en marcha comparan diferentes dosis o fármacos anticoagulantes. Posiblemente la generalización de la heparina ha mejorado el pronóstico, pero eso no se va a confirmar ni precisar. “Ya no lo podemos saber, no la vamos a quitar ahora”, afirma Torres. “Lo hecho, hecho está”.
El corto y medio plazo: qué podemos esperar
No parece que haya una bala mágica en forma de tratamiento en la que podamos confiar en los próximos meses, más allá de la esperanza puestas en las vacunas. Algunas de las terapias que más suenan son el uso de plasma de pacientes que se han recuperado de la enfermedad o de anticuerpos específicos contra ella.
Sobre el plasma de pacientes, a pesar de que la FDA americana aprobó su uso de emergencia bajo el mandato de Trump, no hay evidencias de que sea eficaz.
Sobre la terapia de anticuerpos, que probó el propio Trump, se tienen más esperanzas. Consiste en producir anticuerpos en el laboratorio que bloqueen la acción del virus. Dos de esos productos han sido ya aprobados, pero no sirven para pacientes hospitalizados o que necesiten oxígeno (como necesitó Trump), para los que pueden ser perjudiciales. Son caros y difíciles de producir, y su uso implicaría identificar con precisión a los pacientes con riesgo de desarrollar una covid grave, pues deben darse en las fases más iniciales de la enfermedad, cuando apenas hay síntomas. Aunque pueden ser de ayuda, no son una panacea.
Según Moraleda, quien reconoce que ese tipo de tratamientos son interesantes, “hay aún muchos ensayos clínicos en marcha con moléculas que pueden ser eficaces, pero probablemente necesitaremos combinaciones de medicamentos”. Medicamentos que provendrán de ensayos bien hechos, y no de la acumulación de cuestionables y bursátiles notas de prensa.
Por ahora sabemos que el pronóstico ha mejorado, pero que la covid-19 puede ser una enfermedad muy grave. También que la aplicación de los avances conseguidos puede complicarse si los hospitales se vuelven a desbordar. Esta es una de las pocas cosas que no necesitamos comprobar para saber que son verdad.