60 años de la muerte de Juan Ramón Jiménez

Telephoto de la agencia norteamaeicana UPI anunciando la muerte del poeta. / Colección León Brázquez.
Telephoto de la agencia norteamaeicana UPI anunciando la muerte del poeta. / Colección León Brázquez.

Juan Carlos León Brázquez. La muerte lo esperó algo más de 76 años, los mismos en los que convivió con ella. Fue como si siempre la hubiera llevado al lado, al menos eso es lo que él presentía en la depresión del que siempre piensa que está enfermo. Juan Ramón Jiménez Mantecón (Moguer, 23 de diciembre de 1881 – San Juan de Puerto Rico, 29 de mayo de 1958) se había convertido en uno de los referentes culturales del siglo XX, con una obra creativa constante e intensa, que lo llevó a ser reconocido con el Premio Nobel de Literatura en 1956.

Sobrevivió a su más joven y vitalista esposa, Zenobia Camprubí (Malgrat de Mar, 31 de agosto de 1887 – San Juan de Puerto Rico, 28 de octubre de 1956), fallecida al poco de conocer la concesión del Premio Nobel al poeta, al que acompañó en la vida durante 40 años. Vida y muerte, su esposa como expresión de lo primero, y en su larga depresión del hombre enfermo, la segunda esperó en el banquillo la oportunidad del abatimiento con el que se sumió tras la muerte de Zenobia. Él, el poeta, aguantó casi sin saberlo en el vaivén de la vida, de su exilio exterior e interior, acompañando uno al otro y el otro al uno. Fue la guerra civil española un nuevo detonante, en ese giro al que uno se amolda sin querer. De su incipiente y modernista poesía pasó Juan Ramón a su etapa más creativa y reconocida, de donde salió sus Sonetos Espirituales, su Platero y Yo o su Diario de un Poeta Recién Casado, pero en la búsqueda de la poesía pura el hombre poeta se asentó, en ese encierro en sí mismo al que ayudó su exilio en Cuba, Estados Unidos y Puerto Rico, donde hizo otra poesía nueva y renovadora.

La noticia en La Estafeta Literaria. / Colección León Brázquez
La noticia en La Estafeta Literaria. / Colección León Brázquez

Siempre añorando España desde que el presidente Azaña, para apartarlo de los horrores de la guerra civil, lo enviara de agregado cultural especial a Estados Unidos; él, Juan Ramón, no renunció a sus convicciones republicanas y a pesar de los cantos de sirena del régimen franquista no volvió en vida. Se negó, aunque cuando intuía con certeza la proximidad de la muerte quiso preparar ese último viaje que quería acabar en Sevilla y Moguer. Para cuando la muerte le llegó hace 60 años en Puerto Rico, Juan Ramón ya había construido todo un espacio poético eterno, una especie de venganza tras regatear a la muerte en el juego cotidiano de la vida. Fue en el día siguiente cuando la dejó atrás, cuando el mundo de la cultura se rindió para siempre a lo que este arquitecto de letras construyó en su continuo batallar con la conciencia de saber cuan grande fue (es) su obra.

Juan Ramón ha quedado como uno de los literatos más sólidos e influyentes del pasado siglo, uniendo en sus letras las dos orillas de América y España; hoy es tan americano como español, tan boricua como moguereño. El mar, en su ambigüedad, une y separa. Llegó en barco y volvió junto a su esposa, ya en uno de los símbolos de los nuevos tiempos, en la bodega de un avión, como queriendo darse prisa por volver a Moguer, donde ambos, Juan Ramón y Zenobia, reposan junto a los suyos, con los que siempre vivieron en la distancia. Moguer no necesitaba ya al poeta, necesitaba al hombre. Él que siempre buscó lo desconocido, encontró finalmente lo conocido, su tierra de Moguer, a la que hizo universal.

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