Carlos Fernández / @karlos686. Aki Kaurismäki ganó mejor dirección en la pasada edición del festival de Berlín con una película que, desde el primer minuto, posee maestría, inteligencia y carácter. «El otro lado de la esperanza» sobrepasa el drama social para convertirse en una comedia dramática sobre la humanidad que a todos, inmigrantes o no, nos une como personas. Es un reflejo, a medio camino entre el documental y la ficción, de una Europa enferma de miedo e intolerancia hacia los inmigrantes. En medio de dicho reflejo conocemos a Khaled, un joven sirio en búsqueda de asilo en un país que lo acepte y lo trate como un ser humano para poder traer a su hermana, Miriam, que perdió en su larga odisea de Siria a Finlandia. Por otro lado aparece en escena Wikhström, un hombre de cincuenta años separado que decide cambiar de vida y abrir un restaurante. Los caminos de ambos personajes se unirán en búsqueda de un nuevo valor para sus vidas tras una pérdida que no será, únicamente, unida por las dificultades de tiempos duros, sino por la solidaridad hacia los demás, sean o no de nuestra etnia, raza o país.
No es una barata película emocional ni romántica sobre la inmigración; es una inteligente, reflexiva y accesible visión de una Europa egoísta, intolerante y egoísta en la que muchos podemos vernos reflejados en medio de un mundo que arde en injusticias sociales. Sin embargo, el mundo de Kaurismäki no es solo un mundo social, es un universo personal, como ya demostró en la notable Le havre, donde las palabras no abundan, los diálogos «bala», como define su director, en los que los personajes dicen lo mínimo y necesario y los colores cálidos y fuertes (amarillo y rojo) destacan generando una atmósfera desconcertante. Una brillante película que es de todo menos pequeña y humilde como puede parecer a simple vista, es muy grande. Imprescindible y obligatoria de ver.