Francisco J. Martínez-López. La evolución de la tecnología fotográfica ha cambiado completamente los tiempos en el proceso, desde que se realiza la fotografía hasta que se visualiza. La tecnología analógica, cada vez más lejana y ajena a las generaciones jóvenes, tenía el misterio ineludible del resultado final, desconocido hasta el momento del revelado. La fotografía era más reflexionada y atemperada que en la posterior era digital, cuando la visualización del resultado pasó a ser inmediata y sin coste. El carrete podía estar semanas o meses en una cámara hasta que se acababa. Entonces lo habitual era que se sacara de la cámara y se llevara a revelar a alguno de los establecimientos especializados, algo que parece estar quedando como una reliquia del pasado; ¿quién imprime ya las fotografías, por cierto? Pocos; las fotos se almacenan y se comparten en formato digital utilizando plataformas diversas, como Facebook, Instagram, o Flickr. Pasados unos días, uno iba con ilusión a la tienda a recoger su carrete de 24 o 36 fotos revelado; las fotos se entregaban habitualmente en estos sobres de Kodak o Fuji. La mayoría de las fotos nos sorprendían, bien por el enfoque, distinto al esperado, o por la propia foto, a veces olvidada desde que se echó.
Pero hayan utilizado una u otra tecnología para sus fotos, imaginen un escenario en que, de todas las fotos que han echado en su vida, sólo viesen una ínfima parte. Imagínense una persona que pasa la mayor parte de su vida fotografiando escenas de la calle, un fotógrafo callejero, que utiliza cientos, miles de carretes, con decenas de miles de fotografías en su interior, pero que nunca termina de revelar en su gran mayoría. Con el paso de los años, el material se va acumulando, más y más cajas con carretes y negativos, pero apenas fotografías en papel. Una vida dedicada a una afición fotográfica, antes de que la categoría artística de la fotografía callejera fuera considerada como tal, para nunca ver la mayoría de las fotos realizadas. Sería algo parecido a como si cualquier otro artista no visualizase el resultado final de su trabajo. ¿Qué sentido tendría, entonces? Ésta es, seguramente, una de las preguntas más interesantes que podrían haberse hecho a Vivian Maier, una estadounidense, nacida en Nueva York, pero de padres europeos –su madre era de un pueblecito francés junto a los Alpes, Saint-Bonnet-en-Champsaur, donde pasaron periodos de su infancia, de ahí su facilidad para imitar acentos franceses al hablar inglés–, que trabajó durante décadas de niñera en el estado de Nueva York, cerca de la ciudad, aunque, sobre todo, en la zona de Chicago; por eso, muchas de sus fotografías tienen las calles de las ciudades de Nueva York y Chicago de protagonistas. Aprovechaba los paseos con los niños que cuidaba para visitar la ciudad junto a la que estuviera la casa donde trabajaba y hacer fotos, siempre. Los adultos que la tuvieron de niñera lo recuerdan perfectamente; alguno incluso no ha olvidado el aburrimiento que llegaba a experimentar en los tiempos de espera, mientras ella fotografiaba algo, como maniquís desarticulados, o sus piezas, en los escaparates, por ejemplo. No se separaba de su cámara Rolleiflex, ésta antigua que se caracteriza, aparte de por integrar varias lentes, por tener el visor en su parte superior, protegido por una tapadera que se levanta. Por ello, el enfoque de las fotos se hace mirando hacia abajo, al visor de la cámara, normalmente colgada del cuello y apoyada en el pecho del fotógrafo; esto desconecta en apariencia al fotógrafo del fotografiado, si se compara con el procedimiento al que estamos acostumbrados, que alinea la orientación del fotógrafo, la cámara y lo fotografiado.
Vivian Maier murió en una residencia de ancianos de Chicago, meses después de salir del hospital por un accidente que tuvo en el hielo y golpearse la cabeza contra el suelo en la caída. Nunca tuvo desahogo económico, pero se mantuvo bien con los trabajos de niñera. Al final, cuando dejó de trabajar, el dinero escaseó y estuvo a punto de ser desahuciada de un apartamento donde vivía. Unos hermanos que cuidó de pequeños supieron de esto y le buscaron otro apartamento.
Si sabemos todo esto ahora es porque, precisamente por esos problemas económicos del final de su vida, Vivian no pudo seguir pagando un trastero que había alquilado para guardar muchas de sus pertenencias de una vida, todo su material fotográfico; una de las condiciones, por cierto, que ella ponía cuando una familia consideraba contratarla era que le proporcionaran también espacio para almacenar sus cosas; cajas y maletas que contenían sus carretes y negativos, en continuo crecimiento. Como no pudo seguir pagando el alquiler de su trastero, y, por su edad, debía estar ya cansada como para preocuparse por su material, no hizo por protegerlo. Así que finalmente se subastó; fotografías, negativos, grabaciones de audio y vídeo. Varios, siendo el joven coleccionista de fotos John Maloof uno de ellos, se hicieron con el material. Maloof compró una caja repleta de negativos y fotografías por menos de 300 dólares. A poco que lo analizó, se dio cuenta de su originalidad y potencial y se hizo con más; ahora tiene más de 30000 de sus negativos, y muchas otras de sus pertenencias; esto lo hace, con diferencia, el coleccionista con más material de Maier; gran parte de este material está por revelar aún. Maloof entonces se embarcó en un proyecto, una misión de vida, prácticamente: poner a Vivian Maier en la historia. Promueve su figura por galerías y museos del mundo que quieren apoyar su iniciativa; los grandes, como por ejemplo el MoMA de Nueva York, comenta que aún se resisten a conceder espacio a la obra de una persona que no pudo interpretar ni comunicar el propósito de su obra en vida; Maloof encuentra esto un poco absurdo. Debe haber mucho de resistencia de los centros elitistas de arte a artistas, o figuras como la de Maier, desconocidos con otras profesiones, pero artistas talentosos de facto, que existieron sin compartir su producción creativa. Una de las cosas hechas por Maloof ha sido un documental: Finding Vivian Maier (2014). Llevaba tiempo detrás de verlo, pero no lo conseguía. Finalmente, hace unos días lo encontré entre la oferta de películas en un vuelo, y lo vi en dos tiempos, entre cabezadas, al sobrevolar el Atlántico. Ahí fue donde conocí toda esta historia que narro selectivamente ahora.
En Vivian probablemente hubo mucho relacionado con la emoción asociada al momento de captura de la fotografía; saber que se iba a inmortalizar una escena única que se llevaría en su cámara; la impresión de la imagen en papel debía ser secundaria para ella, bien por falta de recursos para poder costear el revelado de todas esas fotografías, bien porque no lo consideraría importante o necesario. Quizá le bastaba con el recuerdo de las imágenes en el visor de su cámara justo antes del disparo.