Francisco J. Martínez-López. Al final del segundo milenio, viví una temporada con un norteamericano de Seattle, en un piso de estudiantes en Granada. Por aquella época, las cámaras analógicas predominaban aún. Yo no tenía ninguna y, los raros momentos en que podía necesitarla –algún viaje de varios días que diera para un par de docenas de fotos–, me compraba una cámara de un solo uso de Kodak. Es lo que debería haber hecho, aunque no hubiera utilizado la mitad del carrete, cuando en abril de 1999 fui a un concierto de Bob Dylan en el Palacio de los Deportes de Granada con mi otro compañero de piso; él tampoco tenía cámara. Pensamos que, para dos o tres fotos que echaríamos, podríamos pedírsela al americano, y que nos las diera cuando revelase el carrete. Compramos las entradas más baratas, en la sección de gradas. Cuando llegamos y nos ubicamos en nuestras localidades, comprobamos que estaban en la zona más distante del escenario: las gradas altas del fondo del recinto. Ni nos molestamos en sacar la cámara; Dylan habría sido un punto de color en un escenario diminuto iluminado entre la negrura del público en la foto.
La disposición de la gente a nivel del suelo, lo que habitualmente se conoce como la entrada general, aunque en ese concierto estaban las localidades más caras, me resultó extraña. En lugar de estar de pie, habitual en estos casos, la superficie, cuadriculada en varias zonas y con pasillos a los lados, estaba repleta de sillas, que contuvieron la emoción jubilar de los allí sentados durante gran parte del concierto. De hecho, había más vida en los graderíos, donde la mayoría estuvimos de pie desde el principio, que en el campo, cuando suele ser lo contrario. Entonces conocía bien los grandes clásicos de Dylan, aunque no estaba al tanto de sus últimos discos, como el de la gira del concierto.Lo suficiente para acudir al evento con una noción inequívoca de la relevancia de Dylan y su obra.
El telonero fue el argentino Andrés Calamaro, que presentó nuevas canciones, creo que de su disco Honestidad Brutal, algunas de sus clásicas, e incluso se atrevió con una versión de una canción de Dylan; le recuerdo un look con reminiscencias del estadounidense en ese tiempo, como el corte de pelo, por ejemplo. Ser telonero de Bob Dylan es un honor del que Calamaroera perfectamente consciente. En un momento de su actuación, quizá al final, hizo un comentario en este sentido, se agachó y besó el suelo, por ser el escenario que luego pisaría Dylan, dijo. Esto es lo que me pareció entender, porque estaba demasiado alejado y la potencia de sonido de Calamaro tenía la limitación habitual del telonero.
Dylan salió, al rato de acabar Calamaro, como media hora después, con la típica exaltación del público, aunque yo no veía nada; estuvimos así medio concierto. Pero observé que no había un control serio del paso entre zonas de las gradas; los pocos de la organización que había supuestamente para controlar esto lo hacían sin ningún celo, tan poco como para descuidar su cometido y estar más pendiente de la actuación. Propuse a mi colega aprovechar esta laxitud de la supervisión y bajar el graderío todo lo posible. Llegamos casi hasta el nivel del campo; veríamos unas dos o tres canciones allí. No fuimos los únicos, sin embargo, a los que se nos ocurrió esto; cuando acabó el concierto, todas las zonas de paso de la parte baja de las gradas del fondo estaban abarrotadas de gente de más arriba. Ya era incontrolable para los supervisores de zonas, que optaron por dejarnos allí sin hacer nada; habrían conseguido poco, de haber intentado algo; era poco viable revertir esa migración de los sectores de arriba, y los de abajo tampoco se quejaron. Es más, creo que hasta les debió gustar; ayudo a que la animación e intensidad del ambiente se aproximara al que debía tener un concierto como ése.
Una de las canciones del bis que hizo Dylan creo que fue Like a Rolling Stone; no lo recuerdo bien; diría que sí, aunque también pudo ser otra de sus canciones míticas. Vamos a suponer que fue ésta, como así lo creo. Imagínense la situación:el público en el graderío se deshacía, de pie y exaltado, mientras que el que estaba en la zona del campo permanecía sentado y recatado. Extraño. Así que Dylan empezó a jalear al público y a hacer gestos para que se animaran, pero seguía sin levantarse. Entonces se dirigió hacia los que estábamos en el fondo; dijo algo que, los pocos que lo entendieron, ejecutaron al instante, y el resto seguimos en tromba; nos pidió que nos acercáramos al escenario. Y con un público tan modoso y bien sentado en el campo, con tanto espacio libre para pasar, tomamos sin ninguna dificultad la valla frontal. Mi colega y yo fuimos de los que más corrimos; nos colocamos en el centro, justo debajo de Dylan. Ése fue el instante en que nos acordamos de la cámara del americano. Entonces no existía el concepto de “selfie” como tal, al menos que yo supiera, pero nosotros nos hicimos varios, salvando como pudimos los empujones de la masa que nos rodeaba y procurando que Dylan saliera en un segundo plano de las fotos. Pasamos varias canciones emocionados y sin poder creer que hubiésemos acabado tan cerca del mito. Al menos una de las fotos debía ser buena, para poder enseñar con el paso de los años, pensamos.
Cuando devolvimos la cámara al de Seattle y le contamos la historia, le hizo gracia. Pero nunca vimos esas fotos. El americano todavía estuvo un mes por lo menos en Granada, aunque no reveló el carrete. Antes de irse, le pedimos que hiciera el favor de enviarnos las fotos por correo postal, aunque nunca lo hizo. No me extrañaría que el colega tuviera por ahí, perdidas en algún cajón, sus fotos de los meses que pasó en Granada aprendiendo español, con las nuestras, sin ningún valor para él más que el de nuestra historia personal, de unos colegas españoles, con los que compartió piso, que fueron a un concierto de Bob Dylan.
El amigo con quien fui al concierto me dijo hace unos meses, precisamente, que había localizado al americano en Facebook –lo dijo como si lo hubiera estado intentando durante tiempo–, y que le había enviado una solicitud de amistad. Estaba pendiente de que la aceptase. No hizo falta que se lo recordase, una de las primeras cosas que trataría con él, dijo, sería lo de las fotos de Dylan; por el momento, nada.
No sé si ése sería el primer concierto de Dylan en Granada. Es posible. Tengo la certeza, sin embargo, de que no ha tocado en la ciudad desde entonces.
Hace cosa de un mes, inició la gira mundial de su nuevo disco, el trigésimo sexto, Shadows in the night, en Estados Unidos, donde estará actuando hasta el 17 de mayo, fecha de su último concierto, en South Bend (Indiana). El 20 de mayo inicia su gira europea en Alemania. España destaca por ser el país europeo con más actuaciones, un total de seis fechas en julio: Barcelona (4), Zaragoza (5), Madrid (6), Granada (8), Córdoba (9), y San Sebastián (11). Yo me lo perderé; estaré en NYC, donde se gestó el mito, y pasó de ser un chico, Bobby Zimmerman, llegado de un pueblo de Minnesota a denominarse Bob Dylan, por cierto. Pero, lector, te recomiendo que hagas por ir a alguno de estos conciertos, sobre todo si le tienes cierta simpatía y nunca lo has visto. Dylan, aparte de poeta–en 2013, fue nominado al Premio Nobel de Literatura por las letras de sus canciones–,es una de las pocas leyendas vivas de la música moderna, como The Rolling Stones, quienes, además, suelen hacer una versión de Like a Rolling Stone en sus actuaciones; Dylan es tan grande como para ser versionado por los Stones; esta canción, dicho sea de paso, ha sido nombrada la canción número uno de todos los tiempos por la revista Rolling Stone; doce de sus canciones están en la lista de las quinientas mejores canciones confeccionada por la revista. Aunque lleva casi toda su vida en la carretera, y en los ochenta iniciara una dinámica de conciertos tan intensa que hizo que su gira se denominara la gira interminable (Never Ending Tour), llegará un momento en que se cortará la coleta –a España llegará con setenta y cuatro años recién cumplidos– o, como él mismo bromeó hace años por un problema de salud que tuvo, se reunirá con Elvis. No conviene perder estas oportunidades.
A Dylan le preguntaron en una entrevista, hace pocos años, a propósito de la publicación del primer volumen de sus memorias, si sería capaz ahora de escribir las canciones que escribió entonces. Respondió con una negativa. Durante esos años de juventud disfrutó de un caudal de creatividad, mágica según él, incluso divina, que luego desapareció. Por ejemplo, ¿la canción Blowing in the wind? La escribió en diez minutos. Increíble. Una de las canciones más célebres de la historia, escrita en poco más de lo que dura.
Lo dicho, si pueden, vayan a ver a este genio.
Entretanto, sigo con la esperanza de recuperar algún día las fotos con Dylan.