25 abril 2024

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Francisco J. Martínez-López. Hoy he comido por el centro. Tengo el coche en el taller y he cogido una línea de autobuses de la zona metropolitana. Sale de vuelta cada media hora, y veía que no llegaba al de las en punto. Para estar esperando sentado en la parada del bus, he pensado en hacer tiempo hojeando algunos libros en un centro comercial, de esos que están abiertas lo sábados por la tarde. No hay muchos, pero mejor no lo especifico, para no dar información que permita inferir con precisión la persona a la que me voy a referir.

A las cuatro, no había casi nadie en la sección de libros; un par de empleadas y poco más. Se me ha ido el tiempo volando. Me suele pasar cuando estoy en las librerías. Me he acordado, por cierto, de uno de mis refugios en Nueva York, la librería de Barnes & Noble. Un día le dediqué una columna. No he podido evitarlo. Creo que es la librería que más he visitado en mi vida, y no creo que la llegue a superar con ninguna otra, en visitas, digo. He ido, y probablemente seguiré yendo, quizá dentro de poco, con un hábito inquebrantable.

Me he acabado liando y, aunque entré con el propósito de no hacerlo, en media hora ya tenía dos libros que no dudaba que compraría. Los llevaba en la mano, mientras me movía por la sección, entre los pasillos estrechos formados por las estanterías.

He olvidado un detalle importante, por cierto. Nada más salir de las escaleras mecánicas, en la sección de libros, me encuentro una pila con varios libros. He cogido uno de ellos porque me ha llamado la atención el título; me reservo esta información para no personalizar la historia en ningún escritor particular, pero debía de ser lo suficientemente influyente, él o su editorial, como para que su libro estuviera en esta librería, aunque yo no lo conocía; ni a él ni a la editorial. He abierto la solapa para ver la foto y breve biografía que suelen incluir del autor. Su foto actual sugería una edad que estaba ya lejana del perfil de persona que se destacaba en el título. He vuelto a dejar el libro; no he leído ni siquiera una línea; sí lo he hecho del último de Pérez Reverte, que estaba al lado, la dedicatoria de la primera página, y una cita de alguien que venía a decir algo así como que al final todos se acaban olvidando con el tiempo, una vez desaparecidos; esto es algo que digo abusando mucho de lo poco que me ha quedado de una lectura fugaz; por cierto, pequeña nota trasversal, relacionada con mi columna de la tilde diacrítica para los pronombres demostrativos y sólo: este autor la sigue utilizando también en su última publicación.

Vuelvo al momento previo, recuerden, media hora después de estar hojeando libros en la sección. Había un panel informativo vertical, de casi dos metros, que tapaba media estantería que me interesaba, aunque me estaba apañando para ver los títulos de los lomos sin moverla. Ni me fijé de qué era; supuse que de algo que estaban promocionando, porque había un hombre que pululaba por allí, junto a una mesa adyacente. Justo entonces no estaba. Yo me encontraba aislado del exterior, como de costumbre, escuchando música con los auriculares. A esto que noto una presencia por el rabillo del ojo, lo suficiente para no asustarme cuando me ha llamado la atención educadamente, tocándome uno de los hombros. Giro la cabeza y me encuentro a un tipo de mediana edad, bien trajeado, que yo he asociado con personal del establecimiento, moviendo los labios. Me estaba hablando, claro. ¿Qué querrá este tío?, he pensado. Por un par de segundos, me he resistido a quitarme los auriculares, intentando leerle los labios y contestarle con algún movimiento de cabeza, pero me ha sido imposible. Hablaba sin apenas moverlos, y tampoco yo tengo destrezas para ello, aunque algo pillo a veces. Por ejemplo ahora. Me he parado, nada más salir del centro comercial, en una cafetería con buena vista por cuya puerta he pasado multitud de ocasiones, aunque nunca me había parado. He pedido un café, he sacado el portátil y he empezado a teclear. Así, casi en escritura espontánea. Pues se han sentado dos chicas morenas hermosas en una mesa próxima, en la terraza; yo estoy dentro; sólo nos separa un cristal; tampoco habría oído nada si estuvieran en el interior, porque sigo con los auriculares. De vez en cuando levanto la vista y, por motivos diversos, entre otros porque están en medio de las mejores vistas exteriores, las miro directamente. Una de ellas es muy expresiva, con ataques de risa frecuentes, y vocaliza de una manera que algo estoy cogiendo de un tío que le estuvo diciendo algo anoche; habría que ver lo que en realidad ha dicho…

En fin, siguiendo con el empleado de la sección de la librería, que al final he comprobado que no era. Me quito los auriculares, y me disculpo por no haberlo hecho antes. Me estaba preguntando si me molestaba el panel. “No, ya me apaño”, le he contestado. Ha insistido; parecía que me estaba invitando a moverlo. Yo me he negado un par de veces, diciéndole que no había problema, pero él ha insistido, y a la tercera he accedido. “Vale, lo muevo” –lo he desplazado unos cuarenta y cinco grados por uno de sus laterales, el que tenía más próximo. Entonces el tipo, que creía que me estaba sugiriendo hacerlo, me dice que lo vuelva a colocar en su sitio cuando acabe, casi compeliéndome a ello; lo ha hecho de una forma que he pensado “Si lo sé no lo muevo”, primero, y, segundo: “¿Me dejará tranquilo este tío…?”. Se ha ido, por fin, pero me he quedado con su cara unos segundos, visualizándola en mi mente, un poco molesto por haberme roto mi equilibrio precario previo, cuando estaba centrado en mis libros. El caso es que la cara me resultaba familiar. He mirado de lado, porque ya se había puesto en la mesa de pie de delante del panel, y he reparado en que estaba cubierta del mismo libro, el primero que me había encontrado al entrar en la sección, el del título llamativo. A mí, cuando me pasan estas cosas, siempre pienso lo mismo: en las probabilidades ¿Cuál es la probabilidad de que uno llegue a un sitio, coja un libro casi al azar, y dé la casualidad de que el autor del libro esté presentándolo en el sitio? Estas cosas me superan. Me han pasado muchas de éstas, extrañas, tantas veces que ya empecé a pensar hace tiempo que era algo consustancial a mi persona. No es que les puedan suceder a muchos y la diferencia es que esos muchos no tienen una columna en un periódico para compartir las historias, o unos amigos a los que contárselas. Algo de esto puede haber también, pero no, no creo que sea únicamente una cuestión de diferentes reacciones ante casualidades que nos suceden, que unos cuentan, como yo, y otros muchos no. No. Es que hay gente a la que le suceden más casualidades que a otros. ¿Por qué? Destino, concentración de probabilidades, sensibilidad para percibirlas… un poco de todo eso. Que cada uno concrete la respuesta que considere más precisa. La mía es que a mí me suceden cosas que a otros muchos no. Por cierto, la morena de la terraza acaba de utilizar una barrita de protector labial; tiene unos labios sugestivos, sí.

Así que el hombre de mediana edad bien vestido y con buenas maneras, aunque un poco pesado con lo del panel, no era empleado de la sección de libros, sino un escritor. Estaba al lado, así que veía lo que hacía incluso sin quererlo. Había una pareja de veinteañeros que estaban en una estantería próxima, más ella que él, echando un vistazo a los libros; él estaba más metiéndole mano discretamente. Pues el escritor ha cogido dos ejemplares de su novela y dos flyer promocionales, de estos que pueden servir de marca páginas, se ha aproximado a ellos, les ha informado de que estaba presentando su novela, y les ha endosado dos con sus respectivos marca páginas; ha añadido algo así como que estaría encantado de dedicarles la novela si la compraban. Entonces los ha dejado y ha vuelto a su mesa. Los dos se han quedado sin habla, como diciendo: “y ¿esto…?”. Segundos después, el chico se ha acercado a la mesa donde estaba el autor y le ha devuelto los dos ejemplares que acababa de darles.

He sentido vergüenza ajena. A mí no me gustaría verme en esa situación. Una cosa son las actividades promocionales para presentar una obra, que pueden gustar más o menos a los autores, pero que tienen su tiempo y organización, donde pueden participar varios, hablar, entrar en un diálogo con los asistentes y demás. Sin embargo, ¿estar como un pasmarote en la sección de libros de un centro comercial, por muy famoso que sea, haciendo de “vendedor”, persiguiendo a los que pasan por ahí para embocarles la novela? Porque si todavía fuera que el escritor se sienta en una mesa y tiene a los lectores en cola para que les firme sus ejemplares, pase. Pero no ha sido el caso; lo que estaba haciendo este autor me ha parecido, no ya innecesario, sino denigrante para el autor. Me ha pasado por la cabeza preguntarle: “¿Qué necesidad tienes de hacer esto?”, pero he pasado. Al poco ha llegado una señora, probablemente la responsable de la sección, uniformada con los colores del centro comercial, que le ha preguntado cómo le iba. El autor le ha respondido con ansia: “Creo que, si movemos la mesa al otro lado de la sección, por donde pasa más gente, nos iría mejor”. En una de esas ha pasado a mi lado y lo he visto tentado, más que nada porque no había más gente, de volverme a interrumpir y ofrecerme su novela; cogía varios ejemplares cada vez que se daba un paseo por la sección. Pero he percibido que se ha retraído al ver de refilón el lomo de los dos libros que tenía: una antología poética de Gil de Biedma y un libro autobiográfico de Hemingway; diría que esta película reciente de Woody Allen, Medianoche en París, se han inspirado en parte en algunas de sus historias, por cierto. Habrá visto que ya iba bien servido.

Me he marchado con estas reflexiones rondándome. Y con las mismas he entrado en una cafetería y me he puesto a escribir en voz alta. Acaban de entrar otro par de amigas que rivalizan en atractivo con las anteriores. ¿Qué pasa aquí? ¿Será la alborada de la primavera? Qué alegría de vivir. El escritor seguirá muerto de asco y cada vez más frustrado en la sección de libros; le envidio que ha accedido a un punto de venta privilegiado en España, las cosas como son. Aparte de eso, poco más. Yo casi que ahora llevo la vida que supongo que llevarán los protagonistas de su novela –época ya imposible para él, más que en el recuerdo, si acaso–, su presencia promocional me ha servido para inspirar mi columna de esta semana, cosa que ni se imagina y le agradezco, y cada vez estoy más rodeado de bellezas. Los rayos oblicuos de un sol tardío me están cegando, y una nueva canción suena que me alegra aún más el espíritu. Viva la vida, a pesar de nuestras desdichas, en ocasiones más ilusorias que ciertas, que nunca terminan de abandonarnos; por eso hay que saborear estos instantes. Me voy a recrear en éste mi entorno inmediato, mientras apuro mi café.

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