Ser escritor es el trabajo soñado

Francisco J. Martínez-López. He leído una noticia breve en la prensa británica sobre los resultados de una encuesta para conocer cuál es el trabajo soñado; el más admirado y deseado, aunque también se preguntó por el más odiado o evitado. El de escritor ha ganado con diferencia, elegido por un 60% de casi 15000 encuestados; también ha sido el menos odiado, lo cual tiene sentido. Me resulta curioso este resultado. ¿Podría ser extrapolable a la sociedad española, o a las sociedades de otros países? Supongo que la opción de escritor estaría dentro de las disponibles para elegir; quiero decir, que no utilizarían preguntas abiertas, tipo: “Indique, por orden de preferencia, las cinco profesiones que más valora”. De haber sido ése el caso, me cuesta creer que la mayoría de los encuestados, de manera espontánea, pensaran en ser escritor, no ya como primera opción, sino como opción. A mí, al menos, me hacen una pregunta abierta sobre esto y no creo que hubiese caído en ello, aun cuando escribir sea algo que me guste; aunque habría contestado que periodista, seguramente, por ser una profesión relacionada con escribir. Pero ¿escritor? Seguro que no. Debió plantearse como una opción en el cuestionario.

Así que la mayoría quiere ser escritor, autor de obras literarias… No sé si las personas que respondieron en estos términos son conscientes de lo que ello implica. Seguramente, cuando piensan en ser escritores, se imaginan a alguno de los autores célebres que siguen, y la vida de artista que debe llevar a costa de los royalties de sus obras, viajando para presentar sus libros, o manteniendo conversaciones intelectuales con personas interesantes, o siendo interrumpidos por un admirador en alguna cafetería, mientras toma notas de reflexiones incitadas por la cafeína en su cuaderno, para que le firme un autógrafo en una servilleta o, lo que sería aún más idílico, en la página interior de uno de sus libros, que el admirador da la casualidad de llevar encima. Se deben ver llevando una dulce vida de bohemia, sin horarios de oficina que los encorseten ni compañeros de trabajo que aguantar, con ausencia de todo o casi todo lo que creen que ahora les hace tener una vida monótona y sin emoción, de la que quieren salir.

Deben ver al escritor como un ser libre, sin ataduras más que a su pasión por las letras, inmerso en un proceso permanente de formación intelectual, vivencias y composición literaria; releyendo a los clásicos las tardes soleadas de invierto, al abrigo cálido de prendas oscuras de franela, algodón y lana deshilachadas, viviendo experiencias nuevas, algunas merecedoras de ser contadas; inspiración posterior de líneas y párrafos que acaban conformando su obra. ¿A quién no le gusta esto? Desde luego, al que le vaya este tipo de vida, porque otros pueden verla como la más aburrida del mundo, no debe dudar en aspirarla.

Pero es una idealización. Se quedan con lo mejor de un escenario posible, puede que tan ficticio como para ser historia en una de las obras de su escritor predilecto, con los momentos gratos que pueden presentársele a alguien que ha sido capaz de crear una obra, publicarla, y conseguir cierta celebridad con ello. En esto hay mucho de quedarse con el resultado final. Omiten o ignoran el proceso necesario para concluir una obra, una novela, por ejemplo. Además, el éxito sólo es para un reducido porcentaje de casos, usualmente después de años, a veces media vida, o incluso una vida entera de dedicación. Supongo que habrá tipos de escritores como de personas; desconozco si hay algún ensayo sobre esto, que describa su variedad. Aunque no creo que mi percepción del asunto diste mucho de lo que muchos escritores puedan pensar en el fondo, por lo que he leído aquí y allá. Seré breve en la conclusión, aun cuando la detalle luego. Estos encuestados que desean ser escritores son unos insensatos. Escribir, sobre todo determinados textos –no es lo mismo escribir cuentos para niños o novela ligera que una prosa existencial; todos los casos enfrentan el reto creativo, pero la implicación emocional y los temas tratados, clave para determinar el coste emocional del escritor a lo largo del proceso, es abismal en comparación– puede ser una experiencia dolorosa. Los grandes libros, aquellos que han entrado en la condición humana y han sido capaces de iluminar al lector, de perdurar, de pasar de una generación a otra, imperecederos, han tenido detrás escritores con mundos interiores complejos, tormentosos en ocasiones, y vidas no ajenas a la miseria en muchos casos. A veces, escribir termina siendo un ejercicio positivo, de catarsis, aunque otras puede ser contraproducente, si el escritor entra en determinadas estancias pantanosas de su psique de las que luego no es capaz de salir indemne; no ya con lustre en las botas, porque eso es imposible, pues la visita a determinados lugares de la mente, necesarios para inspirar alguna reflexión sobre los grandes temas, siempre dejan una pátina residual que se va con los días, sino lo suficientemente libres de mierda mental como para no emponzoñarse con imágenes espectrales revividas.

Puede que algún escritor, incluso de dilatada carrera, con publicaciones a sus espaldas y cierto reconocimiento literario, esté leyéndome y piense: “Este tío está flipado”. Sí, puede ser, puedo estar flipado, e incluso ser un flipado; vaya novedad; que me digan algo que no sepa. Pero ¿acaso eso deslegitima mi reflexión? Habrá otros, en cambio, que se identifiquen con esto que acabo de decir. Escribir este tipo de obras a las que me refiero es tan duro que sólo el que es llevado por una pasión superior a su propia voluntad y entendimiento es capaz de concluir. Sólo así puede sobrellevarse el sufrimiento del proceso. Hablo, sobre todo, de prosa; el esfuerzo de escribir una novela no es comparable al de un poema; el primero suele entrañar meses o años, y el segundo puede que sólo minutos; no estoy diciendo con esto, no obstante, que por brevedad en su manufactura el arte poética no pueda ser dolorosa, al contrario; el poema, en tanto que sentimiento, puede y, de hecho, suele ser producto del dolor.

Creo que me equivoco poco si digo que, para los escritores que no comprendan o no se identifiquen de alguna manera con esto que digo, habrá siempre un tipo de literatura, la única que puede trascender, inaccesible para ellos. Sólo podrán conocerla por la lectura, pero nunca serán capaces de vislumbrarla en su proceso creativo, aunque sólo sean unas líneas que evoquen de lejos la esencia de los escritores universales. Será como si estuvieran en otro continente, en otro mundo.

Incluso los pocos grandes escritores que, en alguna reflexión al respecto, hayan podido decir que escribir es algo fácil, bonito, no un proceso sufrido para ellos, pues es un don que tienen y no algo que les cueste, seguramente estarían hablando más para la galería o fueron cogidos en una reflexión apresurada, en un día positivo, que no representaba su visión integral del asunto; o quizá sólo querían ocultar esta parte a la opinión pública. Algunos puede que se estén preguntando por qué escriben, entonces, si la experiencia puede ser tan traumática. Es agridulce, realmente, al menos como yo lo veo. Tiene sus recompensas psicológicas, aunque no sabría decir con la misma precisión que el resultado neto sea positivo; debe ser suficiente, en cualquier caso; al menos, para mí lo es.

Que yo recuerde, sólo me han preguntado en dos ocasiones por qué escribo. Una fue hace poco, unas semanas, el director de una editorial. Me dijo: “Imagínate que te hacen una entrevista y el periodista te pregunta por qué escribes”. “¿La verdad?–contesté– Por el sexo.” Y el editor, tras unos segundos de pausa: “Me gusta. Mantén esa respuesta cuando te pregunten los periodistas…Y no la expliques, que así está mejor…Pero que yo te he entendido, ¿eh?” La otra ocasión fue como hace un año. Alguien me lo preguntó en un bar, y el caso es que nunca había pensado en ello. Fue la primera vez que me lo preguntaron, y también que lo pensé. Recuerdo perfectamente el momento, el sitio que era, dónde estaba dentro, arrinconado, de pie entre dos mesas altas rectangulares y pequeñas, con pilas de platos de tapas a medias dejadas por la gente, ya saben, con los restos de muchas patatas fritas congeladas, bañadas con kétchup y mayonesa. Entonces tomé conciencia de la relevancia de la respuesta. No podía ser cualquiera, sino meditada. Me abstraje un segundo. Sentí por un instante que sería un ejercicio de conclusión satisfactoria imposible si se realizaba con precipitación, pero de pronto la única respuesta meditada que seguramente habría sido capaz de dar tras tiempo pensando en ello aclaró mi confusión: “Porque lo necesito”. Eso es lo que respondí. El colega me dijo: “Respuesta correcta”. No sé si es la respuesta correcta o no; tampoco es que este tipo fuera escritor ni crítico literario como para conocer una buena respuesta para ello; tenía algo de afición al arte, y por la similitud entre las artes y las letras, una visión desde su perspectiva artística podría ser asimilable a otras; al fin y al cabo, arte y literatura responden ambas a procesos creativos. El caso es que era lo que yo pensaba. Ignoro si es la respuesta correcta, o si hay alguna maldita respuesta correcta para esa pregunta. Me da igual. Es mi respuesta, mi motivación, y es lo que me vale a mí. Si no es la respuesta válida para otros, me resulta indiferente. No necesito compartir motivaciones con otros para escribir. Pienso poco en los demás cuando escribo; soy egoísta. Los intereses de un posible lector quedan totalmente postergados a los míos; el que haga lo contrario, creo que se equivoca; y, si lo hace porque piensa que con eso va a conseguir más éxito comercial, se equivoca doblemente. No escribo pensando en los lectores ni en la posteridad. Escribo por mí, quizá porque es un ejercicio que me mantiene transitoriamente alejado de mis demencias, porque es capaz de inducirme un estado de conexión al presente, y, con ello, a la eternidad, que pocas cosas pueden. Sería un hipócrita, sin embargo, si dijera que no tengo ningún interés en que me lean. Son dos cosas distintas. Pero lo que no voy a hacer es escribir pensando en un lector posible, en concebir historias y construir frases que lo enganchen del principio hasta el final. No, yo no soy de ésos; soy incapaz de predecir si con el tiempo, suponiendo que siga con esto de escribir y no venga otra pasión o circunstancia vital que la relegue, seguiré escribiendo y, en ese caso, si seguiré fiel a este principio o me prostituiré al lector o a los intereses comerciales. Lo ignoro, tanto como certeza tengo de que hay muchos escritores que escriben más pensando en el lector y en la comercialización de su historia, que en ellos mismos. No respeto tanto a este tipo de escritores como a los que subordinan todo a sus intereses cuando escriben, y consideran al lector y el éxito posible, mayor o menor, como un mero accidente de su creación.

Ya ven, que esto de escribir no es algo tan idílico. El escritor más genuino, el único que tiene la potencialidad de trascender, tenga más o menos talento, dedicación o éxito, incluso aunque nunca consiga ser conocido, o siquiera publicar, suele ser un humilde funámbulo que trata de salvarse de la caída a un abismo al que sus propios demonios le precipitan, entretejiendo una red con la purga verbalizada de sus aflicciones. Éste es el tipo de escritor que está por encima del resto.

Dicho esto, caso que se identifiquen con la mayoría británica, ¿aún siguen pensado en ser escritores? Quedan avisados de que para lo único que escribir les puede servir, aunque no siempre, es para salvarse de ustedes mismos, y, con ello, indirectamente y si consiguen publicar y que su obra se lea, salvar a otros a los que sus palabras inspiren. Si esto les resulta suficiente para compensar la soledad, los momentos de privación, angustia y desesperación consustanciales al escritor, les animo a que escriban. De lo contrario, olvídense de ello. En ese caso, es mejor que se queden con el sueño idealizado de ser escritor, y que lo alimenten con la lectura.

Ah, y recuerden. Los escritores suelen tener unas existencias míseras. Yo intento mantenerme alejados de ellos; ya tengo suficiente con la mía. Si alguna vez se encuentran con uno de sus escritores favoritos en una cafetería, pueden intentar acercarse educadamente y pedirles un autógrafo, o compartir unas palabras. ¿Por qué no? Puede estar bien. Pero intenten superar la tentación de sentarse y mantener una conversación más larga, incluso aunque sean invitados a ello. En el momento en que acceden a la persona, el escritor comienza a desmitificarse, y, en consecuencia, sus escritos, algunos de los que pueden haberles reconfortado el espíritu. Imagínense que les cogen en un mal día, o resulta que tienen un don para escribir sobre determinados valores que su lector admira, pero que nada tienen que ver con su personalidad… Aunque también puede ser una persona estupenda. En fin, ¿qué hacer si la oportunidad se presenta? Al menos, salúdenlo. Regálenle una sonrisa y algún comentario amable. Seguro que le viene bien para edulcorar alguna cuita que le ronde.

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