Francisco J. Martínez-López. Los que pasaron su adolescencia en pueblos durante los 80 y los 90 recordarán bien ese catálogo de edición mensual, tamaño cuartilla, que vendía por correo un sinfín de discos, así como otros productos, como camisetas y demás prendas y accesorios, relacionados con bandas de música. Su nombre oficial era Boletín Informativo Discoplay (BID), o ‘el discoplay’ a secas. Digo los de pueblo, dentro de los que me incluyo, porque los de ciudad tenían más opciones para acceder a la música; en las capitales de provincia solía haber varias tiendas de discos, a las que también hacíamos los provincianos expediciones extraordinarias para comprarnos algún LP de 33 rpm.
Era un día especial para los chavales, que se confabulaban para coger el autobús, pagar las pesetas que costara el trayecto, y hacer una visita fugaz a la capital. Se iba a la tienda para echar un vistazo, podía comprarse algún disco, en formato vinilo o cinta, o incluso CD, los aventajados que tuvieran lector, con los ahorros que se tuviera y, con cuidado de no pasar la hora y llegar a tiempo para el último autobús de vuelta al pueblo, se acababa en alguna cafetería o pub de moda frecuentado por la juventud de entonces.
En una España aún sin televisión por cable, la MTV la conocíamos de oídas, aparte de las revistas especializadas en música moderna, que no solían llegar a las papelerías de los pueblos, salvo que alguien la pidiera expresamente, y las horas limitadas dedicadas por los escasos canales de televisión a programas de música moderna, el discoplay acabó siendo la referencia para conocer la oferta musical. No recuerdo ahora cómo me suscribí. Creo que había que rellenar un formulario que se adjuntaba con la revista, y enviarlo a un apartado de correos de Madrid. Seguramente lo conseguiría a través de algún primo mayor o de algún amigo. Ésa era la forma. Raro era quien no estuviera suscribo. Era habitual comentar con los colegas cosas del último catálogo, acerca de algún disco, camiseta o sudadera de algún grupo. Especial era el momento en que llegaba a casa un aviso de Correos para recoger un paquete, un mes o mes y pico después de enviar por correo un pedido. Se pagaba a contra reembolso.
Recuerdo bien pasar el tiempo hojeando el discoplay durante el fin de semana, en una habitación caldeada por luz mediterránea de mediodía. Las hojas tenían un tacto satinado áspero, y tardaban poco en engrosarse y acartonarse por la humedad del ambiente. Cientos de páginas con las portadas de los discos en miniatura, sus precios y referencias para los pedidos. Los números mensuales acababan arrumbados en algún cajón o estantería, para más tarde acabar en la basura. Pues tiene gracia la cosa, que estos boletines han acabado siendo objetos de coleccionista; en Internet se venden ahora por un dinerillo, aunque tampoco mucho.
Aunque miles de portadas de discos en cada edición del boletín había, incluso ahora tengo una imagen nítida de unas pocas. Entre ellas, una que me llamaba la atención, no sé si por los ocres de la imagen, que destacaban entre las demás coloridas, o si por el aspecto enigmático, algo siniestro, del miembro de una banda de cinco, flanqueado por el resto, posando en un camino embarrado, con varios coches y casas destartaladas al fondo. El título del disco también era largo, en tipografía manuscrita justificada al centro. Eso es lo que quedó en mi memoria; mi inglés del momento, intuitivo, porque en el instituto decidí seguir con la lengua de Rimbaud, que traía del colegio, para aprovechar conocimientos y complicarme menos con cosas nuevas; eso fue un error, por la poca utilidad que acabó confirmando el francés como lengua internacional al poco; debí haberme pasado al inglés entonces, aunque poco importa ahora; lo solucioné a su tiempo con terapia de choque; esto lo digo sin ánimo de ofender a los amantes del francés; este verano concluí en una conversación con un parisino, con quien compartí apartamento unas semanas en Harlem, a propósito de otra cuestión, la inutilidad relativa del francés para entenderse con foráneos de otras lenguas; “no, te serviría para hablar conmigo”, me dijo con ese acento francés característico que delata a la mayoría de los franceses cuando hablan una lengua extranjera; “bueno, contigo ya hablo en inglés”, le dije; no hizo por esbozar contrargumento alguno; de haber tenido rescoldo de chauvinismo, se apagó por la evidencia.
En aquel tiempo, yo estaba aún memorizando el disco Achtung Baby de U2. Lo tenía grabado en una cinta de casete de cromo, de carcasa negra, de la marca Maxell, que escuchaba una y otra vez; cada cara del disco estaba en una cara de la cinta; acababa la cara A, sacaba la cinta y ponía la B, y luego volvía a poner la A, y luego la B; así, en un bucle continuo. Este álbum polarizó mi universo musical durante unos meses. Recuerdo la escasa curiosidad que me producía el entusiasmo con que alguno de mis amigos me hablaban de algunos de sus grupos de culto, como los Guns N’ Roses, aunque también terminé por escucharlos; en concreto, sus discos Appetite for Destruction y Use your Illusion (I y II).
Creo que fue en el verano de los Juegos Olímpicos de Barcelona, o quizá en el siguiente… sí, en el 1993, en septiembre, cuando visité el piso de un colega que vivía en el barrio de los Pajaritos de Granada, cerca de un pequeño acuartelamiento militar antiguo; ahora da incluso peor impresión. En su habitación, cuando me estaba enseñando una guitarra eléctrica que se había comprado, creo que de marca Cork, vi de nuevo ese disco, el de la portada con el personaje enigmático que parecía tener los ojos perfilados con rímel. Le pregunté por él; el tipo resultó ser el cantante, por cierto. Se extrañó de que no los conociera; ya le dije que no pasaba de la portada. Lo puso de fondo, mientras hablábamos. Apenas en unos minutos llegó el segundo corte; esa canción me sacó de la conversación; fluyó a través de mí desde los primeros compases; con el tiempo le puse nombre: Remedy; cada vez que la escucho, con sus reminiscencias ineludibles de blues y rock sureño estadounidense, me transporto a ese día de mi adolescencia; veo a mi colega hablándome del grupo, con su guitarra posada en la cama, y siento un segundo de la ilusión del joven al que Granada se le abría, y pronto se perdería en sus calles al querer descubrirla.
Lo único que me quedó claro del grupo ese día, y que ya nunca olvidé, fue su nombre: The Black Crowes. Pero no fue hasta años después cuando busqué el disco y lo escuché con detenimiento. Y pasaron muchos, porque creo que lo hice en YouTube. Sólo había escuchado sus singles más famosos, en la radio o en alguno de los pubs que frecuentaba, de música de este estilo; resulta fácil identificar al grupo por la voz genuina del cantante, desgarrada y aguda. Lo primero que hice fue buscar ese disco de nombre largo y curioso: The Southern Harmony and Musical Companion (1992). Después seguí con el resto.
Los Black Crowes han sido uno de los grupos de referencia de rock sureño de Norteamérica en las últimas dos décadas, sin duda, aunque sus contribuciones más celebradas se realizaron en los 90; fueron elegidos la banda revelación de rock en EE.UU., por ejemplo, por el disco anteriormente citado. Si el lector no acaba de identificarlos, quizá recuerde, por eso de la permanencia de las imágenes provocativas en los posos de la mente, la portada del disco inmediatamente posterior a éste, Amorica (1994), polémico, e incluso censurado en algunos lugares de su país; mostraba en primer plano el triángulo frontal un diminuto bikini, o quizá un tanga, con motivos de las barras y estrellas de la bandera estadounidense, y vello púbico femenino rebosante por su parte superior. Había un pub en Granada, no sé si seguirá abierto ahora, al que iba en los 90, y que también frecuentaban bandas locales, en un callejón sin salida de la calle Pedro Antonio de Alarcón –he olvidado su nombre, tampoco iba mucho, pero era de los de culto–, que tenía su versión en CD, expuesto como una joya, en una vitrina de cristal al entrar; recuerdo que, por esa época, también tenían expuesto el Vitalogy (1994), de Pearl Jam.
La noticia que han publicado los periódicos principales en EE.UU. estos días es la posible disolución de los Black Crowes tras casi 25 años de carrera. Así lo ha hecho saber Rich Robinson, guitarrista y colíder junto a su hermano Chris, el cantante, en un breve comunicado que la revista Rolling Stone ha publicado casi en su totalidad. Por cierto que, los dos hermanos se parecen bien poco; Rich es rubio, con nariz chata, cara redondeada y cuerpo más bien recio, como el padre, y Chris, enjuto y larguirucho, tiene la cara afilada, el pelo oscuro y la nariz aguileña, como la madre.
La cuestión de fondo que explica muchas de las separaciones de los grupos, sobre todo las de aquellos con tiempo en la carretera y cierta fama, es el mal encaje de los egos de sus componentes. Se llega a los niveles de máxima tolerancia, esa frontera en que aguantarse es complicado. Esto ha pasado siempre. El conflicto crítico, además, con recurrencia es el que tienen los miembros principales, aquellos con mayor peso en su identidad y creación artística; un ejemplo paradigmático es el que Lennon y McCartney tuvieron en su día; aunque Jagger y Richards posiblemente han tenido más y mayores desavenencias a lo largo de su carrera y el grupo, the Rolling Stones, ha seguido. Cuando una banda tiene tantos años a la espalda, la historia demuestra que la disolución no es definitiva siempre; muchos acaban volviendo de una u otra manera. Por otro lado, cuando el conflicto es entre hermanos, será por eso de la sangre, suele ser menos irreversible. Por ejemplo, ¿cuántas veces se han tirado los trastos a la cabeza los Gallagher, de Oasis? Y ahí siguen. Aunque parece que éstos de Oasis chocan más por el carácter de ambos, seco e impaciente, peor en el caso de Liam, el cantante.
Ésta es la tercera vez que oficialmente anuncian una separación; no hubo dos sin tres, y quizá no haya tres sin cuatro. Por lo poco que ya sabía, los problemas vienen sobre todo por Chris, el cantante, quien, aunque muestra una imagen pública agradable y tranquila, mas con algunos destellos altivos, parece que en privado tiene caprichos y salidas de divo. La última ha sido reclamar al hermano que ceda su participación igualitaria en los ingresos de la banda en beneficio de la de Chris, que pasaría a ser la mayoritaria; además, añade que el batería de toda la vida, Steve Gorman, único componente del grupo, junto con los hermanos, de la formación original desde su inicio, renuncie a su participación minoritaria y pase a ser otro miembro asalariado, como el resto de músicos que los acompañan en las grabaciones de los discos y giras. Por ello, Rich ha reaccionado, con mesura, con este comunicado. Aunque insiste en el amor que siente por su hermano, es razonable que no pase por el aro de lo que reclama, sin sentido desde fuera. Por un lado, pocas bandas longevas no verán una actitud avasalladora en aquel que, tras décadas de funcionamiento, de repente sale con una propuesta para alterar el statu quo pecuniario de la banda. Sólo esto justificaría la reacción del hermano, quien, por otro lado, demuestra también respeto y lealtad con el batería al defender su posición.
En definitiva, la demanda de Chris Robinson parece una provocación que no acabo de entender; él todavía no se ha pronunciado ante el comunicado del hermano; quizá aclare algo si lo hace; puede que con el tiempo se retracte y reconozca un arrebato extemporáneo, como pudo haber hecho en el pasado, en crisis anteriores, y las aguas se calmen. Por el momento, los tres integrantes originales de la banda están inmersos en proyectos musicales independientes. Puede que sigan así un tiempo, considerando el motivo de esta separación última.