Libertad de pensamiento

Paco Huelva. El rojo demonio del sol anda camino de difuminarse. Llama iridiscente sin la cual, la vida, toda vida, sería imposible.
A pesar de ello, tengo la incertidumbre de no saber si oscurece o amanece, si por avatares desconocidos para mí las cosas pudieran conseguir de forma sorprendente la luz que poco a poco se disipa.

Me fijo con atención y, pasado el lapso que me enmaraña, compruebo cómo el aura se escapa entre las montañas y el púrpura sobrevuela las crestas de los cerros marcando negro sobre rojo la estructura accidentada de la sierra, en donde me escondo para pasar desapercibido… para reencontrarme, para no dejar de ser lo que soy.

En la soledad del campo -un aleteo de gorriatos en el alero, un ladrido al fondo, una brisa que hace sonar las hojas de los alcornoques y castaños cercanos…- dibujo tirabuzones sobre el porvenir que día a día me devora y que viene a ser como un ectoplasma al que no soy capaz de dar forma, ni tan siquiera hacer un leve esbozo.

Me concibo ahora -con la mente en la ciudad y el cuerpo en el agro-, poseído de lo que Kenzaburo Oé manifiesta que ha de ocurrirle a los emigrantes, “que no consiguen estar cómodos del todo en su nuevo país”: que siempre son y serán extraños, que estarán llenos de un vacío indescriptible que jamás podrá colmarse porque habrá una sustancia, la memoria, que siempre habitará bajo los parámetros de otro espacio, otras creencias, otros aprendizajes… llamémosle consuetudinarios.

El ser humano es un animal proteico conformado por infinidad de voces. A lo largo de la vida tomarán protagonismo unas u otras en función de un montón de circunstancias.

Borges, en su juventud, cuando residió en España, frecuentó bulliciosas tertulias literarias; en Madrid, se haría asiduo de El Pombo de Gómez de la Serna y de El Colonial de Cansino Asséns.

Más tarde, el bonaerense universal diría, después de rechazar al movimiento ultraísta, que “antes buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad”.

Hoy, que aún resuena la rabia en multitud de espíritus sensibles al dolor de los otros, de cualquier otro, por el atentado terrorista que ha dejado sin vida a un grupo de creadores por el mero hecho de pensar de forma diferente, hoy, decía, tengo la pulsión interna -que he de rechazar sin embargo por coherencia- de dejar de ser un urbanita y sentirme integrado como un todo en la naturaleza, alejado de la barbarie, de la tiranía y del fanatismo que muchos utilizan como arma letal y asesina para desarmar a los que esgrimen la palabra, el verbo, el dibujo, la pintura… pero, sobre todo el disenso, como únicos instrumentos para el gobierno del mundo.

Inspiro con fuerza el aire frío que el manto de la noche me acerca y dejo que mi espíritu se hinche con la dicha de las estrellas que asoman sus pábilos en la noche y que poco a poco se cierne como una corona sobre mi cabeza.

Pero sólo consigo la tranquilidad un rato. Cuando menos lo espero, mi imaginación ha volado de nuevo y estoy otra vez en la urbe… defendiendo lo que debo, la libertad de expresión, la democracia, el Derecho.

Y me digo que no hay medias tintas. Que el terror no puede derrotar a la libertad de conciencia y de pensamiento.

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