Francisco J. Martínez-López. Tengo malas sensaciones, fiebre. Ayer fue el día de Navidad y he pasado una noche sin pegar ojo por la calentura. Debí estar incubando algo. Mis facultades mentales están lejos de ser óptimas para lo que el ejercicio reflexivo requiere, pero hago un esfuerzo e intento cumplir con mi entrega semanal. Hay algo especial, sin embargo, en escribir bajo los efectos de los antitérmicos y demás cócteles químicos para el resfriado, a los que suelo recurrir en estos casos como primera medida de choque; a veces, no son suficientes; espero que éste no sea uno de esos casos. Es como si fuera otro el que pensara y escribiera, una especie de proyección personal que se escinde por instantes del yo consciente.
El día de Nochebuena, tras una cena familiar, a eso de medianoche, visité la jefatura de policía. Quedé con varios policías conocidos en que la próxima columna la basaría en las historias de su guardia. Estuve un par de horas junto al agente encargado de atender las llamadas y demás cuestiones relacionadas con el puesto de comunicaciones en jefatura; ellos, los policías, lo llaman “estar de puertas”. Aparte del agente de puertas, al que, para preservar su identidad, me voy a referir como “Nexo”, había dos más –los denominaré “Variable” y “Cuchillo”– que estaban de patrulla, atendiendo los avisos que les pasaba el de puertas; era habitual que estuvieran entrando y saliendo de jefatura; los avisos incluso se solapaban y no les daba tiempo a volver a jefatura, sino que recibían el aviso por radio y se desplazaban donde fuera necesario.
Durante mi tiempo con Nexo permanecí atento a los avisos. Me fui cuando ya consideré que había recopilado un número suficiente de historias para la columna, aunque me invitaron a visitarles la noche siguiente, noche del día de Navidad, si necesitaba cualquier aclaración. Lo cierto es que debía ampliar el detalle de un par de incidentes que atendieron.
La noche del día de Navidad, salí de la casa donde había tenido lugar un humilde convite por una celebración familiar con la idea de pasarme por jefatura para ello, pero, de pronto, los típicos escalofríos de la fiebre me asaltaron. Recordé situaciones similares años atrás, por las mismas calles, con el mismo malestar; no es precisamente un refuerzo positivo para la visita al pueblo. Ya anticipé una noche desagradable, varios días enfermo y con el estado de ánimo bajo. Traté de no pensar dos veces en ello y capear con buen espíritu los días que tendría por delante. Seguí callejeando camino de la jefatura, pero más bien porque me cogía de camino para mi casa; no tenía claro aún lo de hacer una parada allí, por el malestar. No tardé en bordear el edificio donde se encuentran las dependencias policiales. Pasé por uno de sus laterales. Los cristales traslúcidos de las ventanas permitían intuir su interior; la amplia mesa con los ordenadores y demás dispositivos de comunicaciones, y un bulto oscuro frente a ellos, casi inmóvil. Escuché una comunicación de radio, amortiguada por la ventana, y la forma corpórea, sentada, se movió y contestó con brevedad. Era Nexo, no había duda. Y, ya que estaba allí, a pesar de mi malestar físico, decidí entrar y saludarlo.
Me ofreció café y dulces navideños; había una pequeña caja con surtido de mantecados. Decliné. Nexo estaba de mejor humor que la noche anterior. El turno estaba siendo más tranquilo, y el sacrificio de no poder pasar la Nochebuena con su familia ya había pasado. Se sonaba con un pañuelito de papel de vez en cuando. Llevaba varios días resfriado; se tomó una pastilla de ibuprofeno; le rondaba ir al médico al día siguiente. Quizá, por eso del dicho de: “Mal de muchos…” creo que le reconfortó un comentario que hice refiriéndome a mi estado, febril, probablemente peor que el suyo. Él estaba convencido de que lo había cogido de trabajar por las noches, y las continuas salidas que había tenido cuando estaba de patrulla; en el coche, con la calefacción fuerte, y luego salida a la humedad de la calle.
Nexo se interesó por lo que pudiera necesitar para la columna. Me sugirió que relatara un par de intervenciones en concreto que tuvieron esa noche. En una, poco después de la cena de Nochebuena, una mujer llamó para denunciar un incidente de violencia doméstica. Su marido, por lo visto, tras la cena, en un estado de embriaguez considerable, quiso coger el coche para irse de copas, pero la mujer se opuso con vehemencia; no podía permitir que cogiera el coche en su estado. El marido, que no encajó bien el comportamiento, claramente responsable, de la mujer, tuvo una respuesta agresiva, destruyendo parte del mobiliario y forcejeando con ella. Al ser consciente de la llamada de su mujer a jefatura, desapareció, aunque no se llevó el coche. Cuando los agentes llegaron, él ya no estaba. La mujer no quiso presentar cargos por violencia de género, pero los agentes que atendieron el aviso no dudaron en catalogar el suceso como tal; si hubieran llegado antes, con él todavía allí, me dijeron, lo habrían detenido.
Otra de las intervenciones de la noche fue por intimidación y atraco con arma blanca. Recibieron aviso de la víctima, a la que un individuo descrito como corpulento y con barba tupida había robado, navaja en mano, dentro de un pub. Nexo tomó el aviso, pero no fue capaz de localizar el pub; se excusó comentando la frecuencia con que los pubs cambian de titulares y de nombres en la localidad; los compañeros de patrulla sí lo conocían. El presunto atracador ya no estaba, como esperaban. Los de patrulla se lo comunicaron a Nexo para que incluyera la información en el parte. Percibí a Nexo contrariado. Le pregunté qué sucedía; no soportaba que en su turno pasaran ese tipo de sucesos, y quedaran impunes. Permaneció unos segundos pensativo, con el micrófono de comunicaciones en la mano. Se acercó el micrófono a la boca, y pulsó el botón lateral con su pulgar. Dijo: “Nexo para Variable. Dad una batida por los pubs de la zona y buscad a un individuo que se ajuste a la descripción dada por la víctima. Quiero que me lo traigáis esta noche”. “Recibido”, respondió Variable. Al final, lo encontraron y procedieron a su arresto. De esto me enteré el día siguiente; cuando abandoné el puesto de mando esa noche, el caco aún no había sido encontrado.
Hubo más avisos e historias breves. La mayoría con gente bebida de por medio. Lo típico de esa noche, me dijeron. Durante el tiempo que estuve con él, más de dos horas, Nexo estaba pegado a una aplicación informática del 112, que integra las llamadas de emergencia en Andalucía y las derivan a la autoridad policial que se encuentre más próxima al lugar de las emergencias. Había hecho un curso específico para ello, me dijo. Variable, sin embargo, decidió no hacerlo. Fue muy explícito en sus motivos, según me contó en un momento en que coincidimos al día siguiente. Se lamentaba de los intereses espurios por los que se pedía a los policías hicieran ese curso para la gestión de la aplicación del 112; en su opinión, había un propósito crematístico evidente; cuantos más policías de una localidad lo hicieran, mayor sería la subvención autonómica que recibía el ayuntamiento por ello. Lo de la mejora de las competencias de los agentes policiales para el servicio a la ciudadanía de su localidad era realmente secundario para los políticos y mandos locales que insistían en la realización del curso. Ése era el interés que, decía, motivaba a los mandos para insistir en su realización.
De todos, Variable era el que más quemado estaba con su oficial jefe. Apreciaban una falta de sensibilidad e interés por la problemática de los agentes; el superior mantenía una distancia con sus subordinados que afectaba de manera negativa a su satisfacción con el puesto. La comunicación estaba rota; no consideraban que su jefe tuviera las competencias emocionales suficientes para llevar los grupos policiales de la localidad con mejores resultados. Además, por lo que me comentaron, solía ser bastante discrecional en los criterios que utilizaba para gestionar sus solicitudes; lo que podía valer para uno a la hora de solicitar algo, un día libre, o un cambio de turno, por ejemplo, no era necesariamente válido para todos; había discrecionalidad decisional. De un comentario que hizo Nexo al respecto, pareció entenderse que había una diferencia sustancial en el resultado de las solicitudes de los agentes al jefe, dependiendo de que se le dorara o no la píldora. Cuchillo se sintió aludido y le recriminó que le atribuyera comportamientos condescendientes con el superior; Nexo no hizo mención explícita de ningún agente durante su reflexión, por lo que entendí que ya debían traer los dos una historia de atrás. Hubo cierta tensión por unos instantes entre ambos; Variable y yo quedamos observantes. Cuchillo describió el curso de la última reunión que tuvo con el jefe, donde le transmitió una solicitud; parece que el resultado de la misma, positivo para él, por lo que explicó, fue fruto de su buena gestión, y no de pleitesía alguna rendida al mando. Nexo no lo rebatió, pero sí aclaró que el jefe no encajaba bien que el agente pudiera disentir de alguna de sus directrices, y que quienes lo hacían, como era su caso o el de Variable, recibían un trato peor que el resto, pero que luego el resto se beneficiaban de lo poco o mucho que pudieran conseguir ellos con sus reivindicaciones.
En un momento de confianza, Variable me mostró una carta que había escrito a la atención de su jefe, donde manifestaba, con asertividad y sin rodeos, en ocasiones utilizando recursos escatológicos ilustrativos –como, por ejemplo, que no iba a “lamerle la almorrana”, por “el culo”–, su malestar. El desparpajo lingüístico de Variable perdía mesura y elegancia soez a medida que el texto avanzaba. Reconoció que, tras las primeras líneas, comprendió que la carta, más que para ser presentada formalmente, serviría para su desahogo íntimo. Le sugerí que, de decidirse a presentarla algún día, tratase de suavizar alguna de las partes que traspasaban lo respetuoso en una comunicación profesional; debo reconocer, no obstante, que, para terceros, como era mi caso, leerlas tenía su gracia por la originalidad de algunas expresiones.
Me resultó llamativo que ningún superior llamara para felicitar y desear un buen servicio. La noche, especial, habría admitido bien un gesto elegante como ese. Pregunté a los agentes si esa llamada se había producido antes de mi llegada; me confirmaron que no, aunque tampoco les extrañó; eso era coherente con su línea de sus mandos, que no reparaban en ese tipo detalles.
Nexo, Variable y Cuchillo, los tres con familias y niños pequeños, uno de ellos de meses, son un ejemplo de los muchos profesionales públicos que tienen que sacrificarse en fechas señaladas por no poder pasarlas en familia, y que la sociedad así tenga los servicios públicos cubiertos. Su cena de Nochebuena la tuvieron en jefatura, sin sus familias, pero en fraternidad policial, durante los instantes tranquilos, sin avisos, en que el resto cenaba. La columna de hoy va dedicada a ellos. En agradecimiento por sus atenciones, les invité a que pensaran en un título para este artículo. El utilizado es de su cuño, tal cual me lo plantearon, incluido el entrecomillado de “buena” en palabra aparte, que fue sugerencia de Nexo; a Cuchillo y Variable les gustó la idea.
En cualquier caso, estos tres policías, y muchos de similares características en España, deben sentirse afortunados de no tener que pasar por lo que pasa estos días el insigne Departamento de Policía de Nueva York (NYPD), donde sus agentes, no sólo caen asesinados por delincuentes, sino que, además, comienzan a padecer el afloramiento de un movimiento social nacional de escepticismo frente a la policía y de protesta por la posible brutalidad de sus métodos, tras los sucesos ocurridos en varios puntos del país, con civiles de raza afroamericana muertos en intervenciones policiales, y que fueron tildados de racistas en manifestaciones pacíficas convocadas el 13 de diciembre pasado en EEUU.
Desde aquí, aunque mi voz no llegue al otro lado del charco, quiero mostrar mi apoyo y solidaridad a la NYPD, que estos días llora el asesinato de dos de sus oficiales, Rafael Ramos y Wenjian Liu, abatidos en Brooklyn, parece que ejecutados con disparos a quemarropa, en la cabeza, sin que hubiera mediado incidente previo, cuando estaban sentados tranquilamente dentro de su coche patrulla. Curiosamente, el oficial Ramos, primero en ser enterrado, era un hombre de fe que estaba preparándose para ser ministro del Señor en su parroquia de Queens.
Por experiencia personal puedo decir que Nueva York es la ciudad segura que es hoy gracias principalmente a la NYPD. Hacen un buen trabajo, y son considerados y atentos con el ciudadano. Merecen todo mi respeto y me siento más seguro en la ciudad con ellos en las calles. No obstante, que no se escape a nadie, en especial a aquellos que están empezando a conformar este movimiento crítico, que Nueva York, y como ella otras muchas en EEUU, es una ciudad con focos de peligro, con criminales, muchos con capacidad letal, que actúan a diario; yo no olvido hace unos años, cuando vivía en un barrio de Brooklyn, Bedford-Stuyvesant, no lejos de la confluencia de la avenidas Myrtle y Tompkins, donde estos policías fueron disparados, los tiroteos que oía a lo lejos alguna de las madrugadas cuando estaba en la cama. Por tanto, los criminales no pueden beneficiarse de la misma manera que el buen ciudadano de los principios básicos de la NYPD: cortesía, profesionalidad y respeto. En todo caso, el ciudadano crítico puede pedir que el policía actúe siempre siguiendo los protocolos profesionales. Pero no se puede dudar de la policía o criticarla por hacer su trabajo con el delincuente; ellos se juegan la vida, y a veces la pierden, para que la ciudad sea más segura. Ante los ojos de Dios, puede que todas las vidas valgan lo mismo, pero ante los ojos de la sociedad, la vida de un policía, un buen ciudadano, no puede equipararse a la de un delincuente, un mal ciudadano. Sirva el epílogo de este artículo para honrar humildemente a los policías muertos en acto de servicio, a todos.