
Francisco J. Martínez-López. Hace sólo días del lanzamiento de una edición conmemorativa del 25 aniversario de la primera publicación de The Andy Warhol Diaries. Esta obra, como se puede desprender de su título, recoge el día a día, a un nivel de detalle impresionante, de la última década de vida del mítico artista estadounidense de célebre peluca –teñidas en colores diversos, usualmente plateados o azulados, se dice que pudo tener más de 500– de nombre real Andrew Warhola; su apellido artístico fue una evolución simple del original, de origen austrohúngaro, lugar de procedencia de sus padres, quitando la “a” final.
Este libro ha sido editado por Pat Hackett, en su día una joven estudiante universitaria que, atraída por el mundo de Warhol, aunque ella no era artista, se pasó por la Factoría para ver si podía interesarle contratarla como mecanógrafa. Lo hizo, y poco a poco se convirtió en una de las confidentes más estrechas y persona de confianza de Warhol. Publicaron varios libros juntos, éste entre ellos, aunque antes fue POPism: The Warhol Sixties (1980), donde cuentan la vida y escena de los años que culminaron en la Factoría; una verdadera autobiografía de ese periodo de Warhol; algunos dicen que los libros biográficos que salieron con posterioridad a su muerte han bebido mucho de esta obra.
Pero Diaries es especial por lo íntimo. Warhol era una persona prudente en público; nunca tenía una palabra o comentarios imprudentes o salidos de tono en público ni perdía la compostura, por lo que era difícil conocer sus pensamientos más personales. En cambio, este libro, por la forma en que fue concebido y elaborado, narrado en muchas ocasiones vía telefónica a Pat, sí que lo fue. El nacimiento de este proyecto literario no fue la publicación de ningún libro, sino, curiosamente, poder satisfacer cualquier solicitud de información que la Agencia Tributaria (IRS) estadounidense pudiese realizar, a propósito de las habituales auditorías contables que realizaron a Warhol desde principios de los 70.
Entonces, decidió llevar un registro minucioso de todos sus gastos. Todas las mañanas de lunes a viernes, sin excepción, Pat y él se veían en la Factoría o mantenían una conversación telefónica, a eso de las nueve, nueve y media; el lunes era especialmente intenso, pues el parón del fin de semana precisaba triplicar la intensidad de la sesión; debía registrarse lo sucedido el viernes, sábado y domingo. El propósito inicial era que Andy hiciera memoria de los gastos que había tenido el día de antes, para que ella lo fuera registrando con detalle; y Warhol era minucioso; no se le escapaba ni una carrera de taxi que pudiera coger durante el día. Por eso hay tanta información de este tipo en los diarios, mezclada con mucha otra, la realmente interesante para el lector interesado por la vida del artista.
En teoría, cuenta Pat en el prólogo de la obra, en una ocasión que estaba pensando en dejar de trabajar para él, pues se convirtió casi en su secretaria personal y le consumía mucho tiempo, Andy le pidió el favor de que siguiera llevándole el registro diario de los gastos, que sólo le supondría unos cinco minutos al día, le dijo, el tiempo de informarla de los gastos. Ella accedió, también a ayudarle en escribir POPism, pero no fueron “cinco minutos” al día. Al contrario, se les podía ir una o dos horas; era habitual que Andy le contara todo tipo de detalles sobre conversaciones que había tenido, cosas que había hecho, o acontecimientos sociales a los que pudiera haber asistido. En esto, en el registro del detalle, Warhol era coherente con lo que le llevó a grabar, en vídeo, pero sobre todo en audio, durante años, encuentros que podía tener con gente de su círculo; decía que muchas de las charlas podían inspirar diálogos para sus futuras películas.
El material bruto resultante de más de diez años de partes matutinos en el periodo 1976-1987 fue de más de 20.000 páginas, que Pat sintetizó en unas 800, repletas de confesiones y pensamientos íntimos del artista, sobre muchas celebridades, pero también sobre él mismo, que permiten delimitar con precisión la percepción de su red social y el perfil psicológico del icono. Era buena persona, agradable y educado, considerado con todos, no importaba su posición, y siempre abierto a escuchar propuestas artísticas de jóvenes; éste era el espíritu que en parte definió la filosofía de la Factoría en sus inicios, siempre abierta a la interacción creativa naciente de la juventud neoyorquina. Era sensible y con una cabeza fuera de lo común para visualizar, no sólo el futuro del arte, sino también de otros ámbitos de la sociedad, como el de los medios de comunicación.
Tenía una creatividad incesante que nunca se detuvo, incluso tras el atentado que sufrió en 1968. Fue disparado a la salida de la Factoría y estuvo a punto de perder la vida. La homicida fallida fue Valerie Solanas, paradójicamente una chica que había salido de la Factoría, y a la que Warhol había ayudado. Parece que tenía varios trastornos mentales que la llevaron a hacerlo; ella defendió que porque Andy iba a utilizar un guión que ella le pasó para que mirara, aunque probablemente fuera más por la frustración indómita que ser ignorada por Warhol le generó. Algo que puede dar una muestra de cómo era Andy es que, tras el atentado, una vez recuperado, no quiso testificar en contra de Valerie, finalmente condenada a pasar unos años en un hospital psiquiátrico.
Pero también tenía las rarezas consustanciales a las mentes brillantes. Por ejemplo, era muy reservado, tanto que estuvo durante años diciendo a los allegados, que preguntaban por el estado de salud de su madre Julia –volvió a Pittsburgh en 1971 tras enfermar, después de haber estado años viviendo con él en Nueva York–, que se encontraba muy bien, cuando en realidad había muerto en un asilo en 1972. Una cosa extraña; quizá había algo de él tan frágil ante la idea de la muerte que prefirió una realidad paralela en la que todo estaba como en sus mejores tiempos; o quizá no quería exponerse a recordar ese trágico acontecimiento de su vida, y prefería dar esa respuesta para no tener que revivir lo pasado. Encuentro lo segundo más razonable, porque no creo que Warhol tuviera ninguna disfuncionalidad mental que le llevase a no ser consciente de lo artificial de su respuesta a la pregunta del estado de su madre. El caso es que, potenciado o no por la experiencia próxima a la muerte del atentado, Warhol le tenía pavor, un temor más allá de los niveles normales para los mortales. Quizá por eso tenía continuas fobias hipocondríacas. Todo esto y mucho más son cosas que se pueden leer en sus diarios.
La contribución de Warhol al desarrollo del arte moderno es innegable. Fue un artista prolífico que creó en disciplinas artísticas diversas como la pintura, el cine o la moda; incluso en 1969 puso en marcha un magazine, Interview, que él mismo dirigía, también con sede en la Factoría, inicialmente sobre cine, pero que se fue abriendo a otras disciplinas.
Su carrera comenzó a finales de los 40, momento en que se trasladó a Nueva York desde su Pittsburgh natal, trabajando en las ilustraciones publicitarias para productos diversos, como la de la famosa lata de sopa de tomate “Campbell”, algunas de ellas consideradas como las primeras manifestaciones de lo que luego se denominó Pop Art. También ayudaron a labrarse su imagen inicial las portadas de varios discos que diseñó para el sello RCA; muchos, al principio, eran de jazz. Aunque éstos sólo fueron una parte de las muchas portadas de discos que diseñó en su vida, bien por implicación directa, bien por basarse en diseños del artista; más de 130 en total; hasta este año se han lanzado un disco de grandes éxitos de “Blondie” que utiliza un retrato que hizo de Debbie Harry, su cantante.
Pero el despegue verdadero de la leyenda viene con la apertura de su estudio “The Factory” a principios de los 60. Tuvo varias sedes durante sus más de dos décadas de existencia. Siempre en Manhattan, su ubicación inicial estaba en East 47th St.; en 1968 se cambió a la zona de Union Square –uno de mis lugares predilectos de la ciudad, por cierto, y parece que de Andy también–, donde estuvo casi hasta el final, en dos edificios distintos, primero en la sexta planta del número 33 del lado oeste de la plaza, y luego unos metros más al norte, en el 860 de Broadway.
Precisamente, allí pusieron una estatua plateada de Warhol hará un par de años, aunque creo que ya la han quitado; al menos, no me suena haberla visto allí este verano. Cerca de allí, en Park Avenue South, estaba el famoso bar Max’s Kansas City, punto de reunión habitual de la vanguardia creativa, en cuyo codiciado reservado podía acabar muchas noches Warhol compartiendo mesa con amigos y aspirantes. En 1973 apareció un antro en el East Village, CBGB, cuna de bandas como los Ramones, también frecuentado por Warhol, que le cogió el testigo de refugio referente para artistas, pero esto es otra historia que merece un libro para ser contada; de hecho, hay una película reciente de mismo nombre que recomiendo.
La Factoría fue uno de los instrumentos que Warhol utilizó, no ya para desarrollar su propia obra, sino para congregar y catalizar las inquietudes artísticas de muchos jóvenes, de los que era líder espiritual, musa y mecenas; aunque se dice que dejó de ser lo que era después de que aumentara su seguridad, restringiéndose el acceso, tras su atentado. Quizá, el caso más célebre de los cachorros salidos de la Factoría sea el de la banda ‘The Velvet Underground’, formada por Lou Reed, entre otros. Fue el propio Warhol el que convenció a Reed para que Nico, una joven modelo y actriz alemana con cierta celebridad ya por su papel en La Dolce Vita de Felini o en Chelsey Girls –famosa película experimental de Warhol que giraba en torno a varias chicas que residían en el famoso “Hotel Chelsey”, en West 23 St.– fuera la cantante del grupo. Y, por un tiempo, funcionó, aunque la carrera discográfica de Reed, rodeada de una vida al límite, sólo comenzaba, y ni el propio Warhol fue capaz de controlarla; bueno, ni Warhol, ni Reed, que vivió al límite durante años; pero esto es también otra historia, la de la vida de Lou Reed, que hoy no toca; su vida también merece un libro, y lo tiene, publicado hace poco.
Lo que hizo de Warhol especial, en comparación con otros muchos artistas, aparte de su obra, fue precisamente ese apoyo al desarrollo creativo de otros, la mayoría artistas noveles que no tenían mucho más claro que querían hacer algo distinto; por eso buscaban a Warhol, porque sabían que era la persona indicada para apoyarlos. Así, sufragando financieramente los proyectos, facilitó que las carreras de muchos, en disciplinas artísticas diversas, despegaran y tomaran vida propia. Su generosidad, quienes le conocieron dicen que enraizada en su bondad e interés por nuevas ideas artísticas, ha sido expresada en forma de reconocimientos varios por algunos de sus discípulos. Por ejemplo, tras su muerte, Lou Reed y John Cale, otro de los componentes de la Velvet, motivaron su reencuentro, algo que ya parecía imposible por desavenencias personales, para hacer un álbum conceptual homenaje a Warhol que titularon: ‘Songs for Drella’; parece que Drella era el apodo cariñoso que utilizaban los de la Veltet para referirse a Warhol, producto de dos palabras: Drácula y cenicienta (“cinderella”, en inglés); supongo que, para ellos, este binomio de términos recogería dos extremos característicos de la personalidad de su personalidad ¿Lo de Drácula podía ser por considerar que absorbía la vida de los de la cantera de la Factoría para sus propósitos artísticos? Lo desconozco; esto es especulación.
Uno de los motivos por los que Warhol siempre hizo retratos por encargo, práctica criticada por poco ortodoxa para un artista consagrado de fama mundial, era obtener fondos para financiar sus proyectos creativos y los de otros. Tenía una técnica bien definida para realizar los retratos, los inconfundibles de las caras al estilo Warhol, que Pat relata en este libro. Empezaba fotografiando a la persona, muchas de ellas famosos de fama mundial –Ej.: Jackie Onassis, Mick Jagger–, y echaba unas 50 fotografías con un modelo de cámara Polaroid que tenía; por cierto, era tan parte de su método que, cuando dejó de fabricarse, compró a Polaroid un importante stock de consumibles. Luego seleccionaba unas pocas y las pasaba a una imagen ampliada que retocaba. Una vez satisfecho, ya las pasaba a sus famosas pantallas que utilizaba en su original proceso de estampación serigráfica sobre lienzo. Incluía, además, la particularidad de superponer varias pantallas sobre el lienzo a las que daba colores distintos; al no caer a la perfección la pantalla nueva sobre los trazos dejados por la anterior, provocaba ese efecto genuino de superposición difusa de los retratos de Warhol.
Quien se decida a adentrarse en este libro descubrirá el universo de la última década de Warhol, relatada por el artista, con referencia a multitud de personas, desconocidas muchos para el gran público, pero reseñables en su mundo; celebridades otras, amistades en algunos casos, con las que coincidía en eventos y locales sociales de la ciudad, como Studio 54.
Uno de sus amigos fue el célebre escritor Truman Capote. Se cuenta que Capote siempre quiso escribir una obra autobiográfica al estilo de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Nunca lo consiguió, aunque quizá Warhol, sin quererlo, a su manera, sí que lo hizo con sus diarios.