Francisco J. Martínez-López. El bar parece próximo a su cierre. Es tarde. Apenas hay clientes; un par de hombres, ambos con traje y sombrero borsalino de fieltro gris y cinta oscura, y una mujer, pelirroja, delgada y atractiva, con vestido carmesí ceñido, de cuello redondo y manga corta. Todos, callados; pensativos. Puede que sólo sean un reflejo de la sociedad de su tiempo, todavía conmocionada por el reciente ataque japonés a Pearl Harbor, y la inmediata decisión de entrar en la Segunda Guerra Mundial. Afuera, aparente ausencia de vida. El camarero trabaja tranquilo tras una barra triangular de madera caoba, probablemente fregando, con mirada lejana al exterior, al otro lado del cruce de calles, puede que a la prolongación de la avenida Greenwich. Quizá, algún movimiento alteró la monotonía externa. El alumbrado urbano en el Village es pobre comparado con la luminosidad que irradian los tubos fluorescentes del local, que clarea el pavimento de la acera y las fachadas de los edificios colindantes. Ella se entretiene observando el esmalte de sus uñas. A su lado, uno de los hombres; diría que son pareja, por cómo han dispuesto sus antebrazos sobre la barra para encontrarse por sus manos. En otra de las esquinas de la barra, el otro hombre, cabizbajo, se recluye entre sus propios brazos, cruzados, con los codos clavados sobre la madera.
Los críticos artísticos dicen que Edward Hopper (1882-1967), pintor del cuadro “Nighthawks” (1942) –en español, se ha traducido habitualmente como “Noctámbulos”, aunque literalmente sería “Halcones de la noche”–, descrito en el párrafo anterior, reflejó como nadie la soledad urbana de la época, su reservada desolación por las expectativas individuales que la guerra estaba cercenando. Actualmente, este cuadro se encuentra en el Art Institute de Chicago.
Estoy seguro de que conocen este cuadro, aunque puede que les resulte más familiar por otro, posterior, de 1984, del australiano Gottfried Helnwein, que se inspiró en el original para hacer una versión, “Nighthawks: Boulevard of brokendreams” –respetando la traducción habitual del de Hopper, podría traducirse como “Noctámbulos: bulevar de los sueños rotos”–, que imitaba todo menos los personajes; en lugar de los tres clientes y el camarero anónimo, utilizó a cuatro iconos estadounidenses: James Dean (cliente solitario en una de las esquinas de la barra), Humphrey Bogart y Marilyn Monroe (pareja) y Elvis Presley (camarero).
Recuerdo una noche que paseaba con una amiga por Amsterdan Avenue, en el Upper West Side de Manhattan, y al pasar por uno bar me vino este cuadro a la cabeza. Pensé que podría ser el bar del cuadro. Lo comenté con mi amiga, pero no pareció estar muy convencida. “No sé–dijo–, creo que ese bar está en Los Ángeles…” Yo habría jurado que era ese, aunque tampoco tenía ni idea de su historia, del lugar físico utilizado para la composición.
Hace unos días, el New York Post daba la noticia de que un nativo de Chicago había aparecido en el Classic’s Café, en el Village neoyorquino –barrio donde parece probable que se encontraba el local original en que se basó Hopper para su cuadro– diciendo que no le cabía duda de que ese era el sitio del cuadro. La anécdota ha trascendido entre clientes y vecinos del barrio, tanto como para que algunos medios se hayan hecho eco de ello. Esto no sale gratis, claro, en una ciudad en que los alquileres de los locales comerciales cuestan una fortuna; el dueño ha aprovechado para subir la renta, según informa el citado rotativo.
No creo que este local, que parece haber albergado comercios diversos desde los 40, incluido un sex shop, sea el genuino del cuadro, o el que lo inspirara. Este tipo de Chicago estaba tan convencido que argumentaba la coincidencia de algunos elementos de la arquitectura del local del cuadro con los del café; aunque, sobre todo, destacaba cómo la visual general del local desde fuera era casi idéntica a la del cuadro. Lo cierto es que la que yo vi en el local del UWS se parecía incluso más… Ya, curioso, he hecho un poco de investigación. Resulta que hay diversas “teorías” sobre la ubicación del original, nunca desvelada por Hopper de manera explícita. Así que, ya ven, un enigma en toda regla. Donde hay consenso, por algunas pistas que dio en su día el artista, y de ahí que se haya dado pábulo al cometario de este chicaguense, es en que se encontraba en el Village neoyorquino, lugar donde se encuentra Classic’s Café. No obstante, Hopper lo ubicó en una de las esquinas, parece que la sur, del cruce de las avenidas Greenwich y Séptima. Conozco ese cruce; he pasado por ahí muchas veces, camino de una cafetería cercana; de hecho, creo que ahora no hay nada en esa esquina; sólo un pequeño solar, y enfrente, supuestamente el fondo del cuadro, un nuevo complejo que se está construyendo. Por tanto, no puede ser el Classic’s Café, porque se encuentra en la calle, que no avenida, Greenwich, más cerca del Hudson; esto parece no importar demasiado a algunos curiosos, que lo están visitando con esta excusa.
El único lugar donde se cree, sin embargo, que se encuentra la recreación del cuadro de Hopper es la mente del artista, que se inspiró en elementos reales –como esta esquina citada, con terminación en forma de delta, y en la barra e interior de un bar cercano, aunque nada que ver en apariencia externa con el de “Nighthawks”– para su obra.
Y a mí, ahora, tras escribir el artículo y transportarme a esas calles, me ha apetecido, más que visitar esta aparición oportunista del Classic’s Café, hacer lo que solía hacer cuando iba a tomar un café al lugar que frecuento en el West Village, el Roasting Plant Coffee, cuando quiero un café por allí: coger el metro N-R hasta la parada de la calle octava, caminar hasta la cafetería pasando por Washington Square, pedirme un café y sentarme en las barras que tiene pegadas a las ventanas de la fachada, orientada precisamente a esa esquina, parece a la postre que la del cuadro, mientras leo algo con las interrupciones de los sorbos y las miradas intermitentes a la calle, como hacía el camarero del cuadro. Pero a diferencia del exterior del cuadro, inerte, el que yo veo está siempre lleno de vida.