Francisco J. Martínez-López. Ayer recibí una notificación de una editorial en respuesta al envío del manuscrito de mi primera novela para su consideración y posible publicación. Declinaban la propuesta con un par de líneas formales, de éstas que parecen estándar: “… lamento comunicarle que no vemos viable una edición en nuestro programa actual. Le recuerdo que XXXX no devuelve los manuscritos revisados. Esperamos colaborar con usted en otra ocasión. Cordialmente.” Tampoco esto ha sido una novedad; en las últimas semanas he recibido respuestas de varios agentes literarios, todas utilizando un mensaje tipo. Sin embargo, a diferencia de esta última, sólo envié una sinopsis de la obra de unas pocas líneas, siguiendo sus protocolos de envío. Consuela ser rechazado sólo por una breve sinopsis; uno siempre puede pensar que es imposible emitir un juicio fidedigno sobre la calidad literaria de algo sin tener acceso a la obra en su conjunto, y es verdad. La cosa cambia cuando sí se ha enviado y, además, quien responde es uno de los sellos de literatura en español más prestigiosos, con sede en Barcelona, por supuesto. Éste ha sido el caso de la notificación a la que me refiero. A uno le pesan más estas negativas, incluso en el caso de que tuvieran poca base. Me explico.
Casi de manera instantánea, dos preguntas me sobrevinieron: ¿cuántos mensajes de este tipo, sólo cambiando el encabezado –en lugar de Sr. Martínez, Sr. Fulano o Mengano– enviaría el tipo que firmaba el mensaje al cabo de una semana de trabajo? Me lo imaginé tomándose alguna cerveza o algunas copas en un momento de asueto por la noche, al finalizar su jornada del viernes, con algunos colegas, en algún garito del barrio Gótico. Esa fue la primera imagen que me vino. Aunque, repensándolo, también lo visualicé tumbado en el sofá de su casa, cenando y viendo algo que echaran por la tele, con luz tenue en el salón, rascándose la barriga y tirándose algún pedo de vez en cuando. Pero luego pensé que también podía estar casado y tener hijos; no sé por qué, pero creí que, de estar casado, no le iría bien el matrimonio. El tipo claramente estaba amargado; esa fue la conclusión de mi fugaz proceso reflexivo… Sí, lo sé, es un poco absurdo todo esto. De hecho, acabé pensando lo mismo. No, el tipo no tenía por qué estar amargado; me había dejado llevar por mi frustración. Seguramente, el escenario de las cervezas con los colegas en el Gòtic sería el más próximo a la realidad. Entonces me imaginé a una amiga de Barcelona acercándose al tipo en la barra del bar y preguntándole cuántos manuscritos de escritores noveles rechazaba a lo largo del día. Él respondió que sólo era un “mandao”, que parte de su trabajo era enviar esos mensajes institucionales a un listado de autores que le daba la secretaria de la persona que tomaba las decisiones. Puede que fuera así. Sí, el tipo al final no iba a ser tan despiadado; sólo ejecutaba decisiones tomadas por otros. Mi amiga le hizo un par de comentarios más que no vienen al caso. Todo esto fue una ensoñación meteórica, mientras tanto mi mirada se perdía en una foto en blanco y negro de Bukowski que tenía frente a mí; en el transcurso de un suspiro entré en su escena y le intuí una risa cómplice, como diciéndome: “Kid…”
Lo segundo que me pregunté fue si realmente se habían leído algo del manuscrito –él o la que fuera o fueran del equipo de lectores con los que deben contar– y, de haberlo hecho, hasta qué página habrían mantenido una lectura seria. No sé por qué me imaginé a una persona con perfil devora-libros, de éstas que son capaces de leerse uno o dos al día, aunque no se enteren de la mitad de la mitad de la esencia que quiera transmitir el autor, a la que le llevaban los manuscritos, y aplicaba el protocolo siguiente. Portada, autor desconocido, natural; de lo contrario, la obra habría sido evaluada por alguien más alto del escalafón editorial, pues supongo que los autores de cierto renombre tendrán un tratamiento distinto a los noveles. Lectura del título; primer pensamiento en función de esto; el mío, una palabra; me la reservo. Pasa página para empezar; de haber citas o dedicatorias previas, las supongo ignoradas. Primer párrafo. Lectura atenta de las primeras dos frases. Un pensamiento prejuicioso que encasilla con algún escritor conocido; el referente de los que empiezan; esto, además, será inevitable si el autor ha citado a alguno para abrir la obra, y estas citas han sido vistas. Si el lector-evaluador está empezando su jornada y no lleva muchos manuscritos previos como para tener crispada su paciencia, seguirá leyendo, sobre todo si los prejuicios de las frases iniciales se ajustan a sus gustos o a alguna de las líneas editoriales preferentes. Si no, lectura diagonal hasta el final de la primera página. Pasa página; segunda. La cosa sigue sin mejorar… No hay opción a la tercera. Anotación de los datos del original enviado en la lista de autores que luego pasan al tipo que envía las notificaciones editoriales desfavorables; el que los viernes se va por la noche de cervezas con los colegas al Gòtic. La copia del manuscrito se apila junto a otros que se tiran al contenedor de papel reciclado; espero, les atribuyo un mínimo de conciencia ecológica.
Por cierto, en relación con lo anterior, que me gustaría ver qué pasaría si se probara a estos lectores-evaluadores con obras de escritores famosos; de algún premio Nobel de Literatura, por ejemplo. No me extrañaría que alguno pasara a la pila de los manuscritos para reciclaje, con mensaje posterior protocolario estándar. Una buena obra puede ser víctima de factores diversos, como la saturación del que la evalúa, fruto a su vez de las propuestas literarias que deben recibir a porrillo, su falta de sintonía con determinada literatura, directrices comerciales, etc. Hay eximentes para los evaluadores, por tanto, pero es algo que no me extrañaría que pudiera suceder. Lo contrario, lo de volver a pasar un manuscrito rechazado por un lector-evaluador, pero atribuyéndolo en esa ocasión a un autor famoso, y ser procesado con resultado más benevolente, no me extrañaría tampoco.
Esto me recuerda una noche hace cosa de un par de años, celebrando el cumpleaños de una amiga en un pub del Upper West Side, el Cleopatra’s, en Broadway. Yo estaba sentado en una parte de la barra con mi grupo. No había mucha gente en el pub; era un día de entre semana. Dos chicas al otro lado de la barra, una rubia y otra morena, hablaban y observaban al grupo de jazz que tocaba. Una de las veces que las miré involuntariamente, percibí un cruce de miradas y unas risas entre ellas extrañas, aunque no supe concretar el motivo. Seguí en la conversación con mis amigas. A esto que se me acerca un camarero, de estos con pantalón de pinza, camisa blanca, corbata oscura y chaleco abrochado, y me dice: “Disculpe, señor, las señoritas de la barra –giró su cabeza hacia ellas al tiempo que lo decía– le invitan a tomarse una copa con ellas”. Me quedé descolocado; esto, normalmente, en las películas americanas sucede al contrario, pensé; los chicos invitan a las chicas. Mis amigas, que no habían perdido detalle, ya se reían discretamente; alguna de ellas dijo en voz baja: “Come on, tiger”. Para mí fue un momento de apuro, pero como buen caballero me fui al otro lado de la barra para agradecerles el gesto y ya de paso conocerlas. Parecían sacadas de la serie Sexo en Nueva York; ya saben, ese perfil de treintañera con actitud de comerse el mundo, y bien posicionadas, a tenor de los vestidos de diseño que llevaban y el peinado de salón de Manhattan de cien dólares el corte como poco. No fui original, y al poco les pregunté a qué se dedicaban. Trabajaban para una productora de televisión, o algo así, haciendo guiones. Tenían grados y másteres de literatura inglesa, escritura creativa, cinematográfica, y no sé qué movidas más relacionadas con lo mismo en universidades de California. Incluso, me dijeron algo de que, antes de trasladarse a NYC, habían estado colaborando en guiones de alguna serie o película de una productora en Hollywood. Su perfil profesional me pareció de lo más curioso y, claro, lo primero que dije después de escucharlas atentamente es que quería escribir una novela que tenía en la cabeza; sólo había escrito unas páginas entonces, que luego terminé borrando en su mayoría. No recuerdo cómo la conversación derivó a este punto, pero tras varios minutos en plan críticas tocapelotas a las respuestas que daba a sus preguntas sobre la temática de mi novela, personajes en los que había pensado, posibles escenas, etc., porque ellas eran las profesionales y yo el aficionado, claro, les dije que, si querían, les podía leer las primeras líneas de lo que llevaba escrito hasta el momento. Les pareció bien, aunque no demostraron demasiado interés. Días antes, me encontré la versión en inglés de El extranjero, de Camus, en un lugar preferente de las islas de entrada del Barnes & Noble de Union Square, y le eché una foto a la primera página para enviársela a un amigo por WhatsApp. Saqué mi móvil, abrí esa foto, y comencé a leer a las chicas las primeras líneas como si fuera creación propia:
Hoy, mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé. He recibido un telegrama del asilo: “Madre fallecida. Entierro mañana. Sentido pésame”. Nada quiere decir. Tal vez fue ayer.
La rubia me interrumpió con una carcajada. Me detuve. “¿Qué pasa?”, le pregunté. “Vamos, eso es de adolescente… demasiado adolescente…”, respondió con cierta sorna. La otra asintió. Entonces fue cuando revelé a este par de ladies screenplay de quién era lo que acababa de leer. Se quedaron con cara de circunstancia; acababan de mofarse de las primeras líneas de una de las obras más grandes de la literatura. No sé, la verdad, si su cabeza les llegaba a ver eso, si conocían a Camus y su obra, o si simplemente se quedaron con lo del Nobel de Literatura; supongo que más lo segundo que lo primero, aunque Camus debía sonarles porque Apple lo había cogido para promocionar el lanzamiento de uno de sus iPad; era habitual encontrar el anuncio en marquesinas publicitarias por la ciudad, sobre todo en algunos pasillos centrales del metro en Times Square. No contentas con su desatino, la rubia quiso salir del paso matizando su comentario…
La cuestión es que este modelo de profesional tipo lady screenplay puede estar también trabajando en las editoriales como evaluador, o algunos de los lectores-evaluadores pueden ajustarse a este perfil. En ese caso, sería posible que, de evaluar una obra como El extranjero, no pasasen de los primeros párrafos… y, si esto es así, imagínense con los manuscritos, vulgares en comparación, del resto de mortales anónimos.
Una vez escuché a un autor consagrado decir que él no leía a sus contemporáneos. Lo entiendo perfectamente; yo hago algo parecido; ¿para qué leer lo nuevo, si hay obras mejores que llevan décadas o siglos a la espera de ser leídos, y en las que puede que muchos de los de ahora hayan basado el leitmotiv de sus obras? Sé que esto es tirarse piedras sobre el propio tejado, sobre todo si consiguiera publicar algún día. Si los compradores de libros se comportaran uniformemente de acuerdo con este patrón, casi que no habría posibilidad de ser leído, mucho menos de éxito literario, sin muerte. Afortunadamente, no es así, y los escritores vivos también venden; yo también compro algunos, aunque pocos, de vez en cuando. Volviendo a la reflexión de este autor que comento, decía que, las veces que daba la oportunidad a algún libro nuevo o de escritor contemporáneo, solía hacer lo mismo: leía la primera página, quizá pasaba a la segunda, y ahí solía quedarse. Parece que no conseguían captar su interés.
Podría hacerse el ejercicio contrario, no obstante; yo lo hago con frecuencia. Coger obras de escritores célebres y ver qué sensaciones producen. Con respeto y humildad, en no pocas ocasiones me han parecido insulsos o infumables. Hay autores de fama mundial que, por mucho estilismo de sus composiciones sintácticas, no me han dicho nada, aparte de su arquitectura literaria estilizada. La prosa erudita sin mensaje sustancial subyacente no me interesa; para la contemplación abstracta de la palabra, prefiero el verso. También existe heterogeneidad en la calidad de la obra de los escritores, y esto pasa a todos, los buenos y malos, aunque más a los buenos que a los malos. Principalmente porque el mal escritor va a tener más complicado publicar una obra mala que el bueno, ya con su público. El ojo del editor es más propenso a hacer la vista gorda sabiendo que hay seguidores ávidos de material nuevo. En máxima quevediana: Poderoso caballero es don dinero.
En el mundo literario actual, con tantas obras de escritores, vivos y muertos, disponibles, es difícil mantenerse, aunque puede que más llegar. Estoy hablando de publicar en papel en las editoriales de cierto prestigio, claro. Otros sellos menores, el libro electrónico, y demás opciones relacionadas con la denominada auto publicación, son otra historia; opciones que, aunque dignas, son menos interesantes para la difusión de una obra, ser leído, que al final es lo que quiere el que escribe.
Las editoriales deben tener algo presente, y con esto termino: las obras más frescas de los escritores, aquellas en las que sus ideas más puras están expresadas con mayor desnudez y fuerza, son las primeras, sobre todo si se escribe con cierta vida recorrida. La primera es la más importante de todo escritor, aquella sin la cual no se habría iniciado en la escritura y no habría emprendido el resto de su obra. Es el alumbramiento definitivo de su primer cigoto literario, creación que explica muchas de sus claves. Con el tiempo, he comprobado que este pensamiento es coincidente entre varios escritores universales. Por ejemplo, el propio Camus, que reflexionaba sobre esto en el prólogo que hizo de su primera novela El revés y el derecho, después de resistirse a su reimpresión, ya de escritor con fama mundial, muchos años después de ser escrita; accedió finalmente si se le permitía introducirla. Otro grande, Antonio Machado, escribió a propósito de una nueva obra de un joven Gerardo Diego: “… los libros de juventud, contra lo que generalmente se cree, son mucho más ricos en contenido que las obras de madurez. Ningún poeta logró actualizar cuanto contiene en potencia su primer libro”.
Mis simpatías sinceras a los escritores noveles, compañeros de travesía, y buenos deseos para que no den con ningún evaluador tipo lady screenplay cuando envíen sus manuscritos a las editoriales. Y que sigan escribiendo si lo necesitan. Al final, eso es lo importante; “escribir es una recompensa en sí misma”, escribió Shakespeare (en Hamlet).
2 comentarios en «Lady screenplay y el extranjero»
Querido Paco
Magnífico artículo. Muestras la triste relaidad de la vida literaria. Más oferta que demanda. Quizás el que selecciona las obras ya se ha ocupado de aletargar a los lectores para que sigan el sota, caballo y rey.
No lo dejes, y quizas es el momento de montar una editorial para que «los libros vivan a pesar de los que viven de ellos».
Un abrazo
Gracias, querido Francis! We shall overcome!