Enrique Lluch Frechina. Había salido del coche en un garage gris y mal iluminado, pero pronto vio aquellos cristales tras los que surgían nuevos colores y una luz más viva y atractiva. Los atravesaron y las escaleras mecánicas les subieron junto con otras personas a las que se veía contentas, expectantes y tal vez un poco impacientes por llegar a su destino. Su pulso se aceleró de la emoción y apretó todavía más su mano a aquella que le ofrecía tanta seguridad.
Pronto se encontró en un amplio zaguán en el que todo el mundo subía y bajaba, se movía de derecha a izquierda o de izquierda a derecha. Nadie parecía tener un rumbo fijo, pero todos estaban en movimiento. El ruido de la música, de las voces metálicas que daban avisos por megafonía y de personas que conversaban a su alrededor le excitó algo más. Estaba claro que era un lugar importante. Un espacio en el que se reunían todos, en el que había que estar para encontrarse con sus vecinos, con quienes no conocían, tal vez con sus amigos.
Pero lo más chulo eran las luces, los escaparates, la gran cantidad de productos que se exhibían a un lado y otro: televisores, ropa, zapatos, balones, juguetes, comida, libros, móviles, tabletas, juegos para el ordenador, dulces, chucherías… Bienes atractivos que parecían suscitar el interés de todos y que hacían que las personas entraran en las tiendas, miraran, preguntaran, compraran y saliesen de ellas con llamativas bolsas de papel repletas de mercancías o con carros metálicos llenos hasta los bordes.
Se pararon porque vieron a unos amigos que les explicaron qué habían venido a comprar y les mostraron unas camisas y unos pantalones con los que iban a renovar su armario. Después de compartir unas frases más sin importancia se despidieron contentos de haberse visto y cada grupito siguió en una dirección distinta. Entonces se decidió, llevaba tiempo nervioso y no sabía si hacerlo, pero era el momento. Estiró de esa mano que no había soltado todavía y dijo: “Papá, cómprame algo”. Su padre le miró, pero siguió andando junto a su madre sin hacerle mucho caso, con lo que no le quedó otro remedio que volver a pedir “Papá, cómprame algo”. Ante la negativa de sus progenitores, siguió insistiendo hasta que su madre le dijo “¿Pero que quieres que te compremos?” Él se quedo parado, no sabía qué contestar. Le habían pillado. ¿Por qué le preguntaban? ¿Qué más daba lo que había que comprar? Lo que había que hacer era comprar, que es lo que todos hacían. ¿Por qué los mayores siempre lo complicaban todo? Así que contestó: “Pues no sé mamá, algo”.
Epílogo edificante: ¿Lo importante es comprar o lo que compro? ¿Será por eso que a veces encuentro cosas en casa que no recuerdo cuándo y para qué las compré ni qué utilidad tienen o tuvieron?