Ana Amador. El 2 de agosto de 1602, Felipe III y su corte asistieron a un espectáculo hasta entonces desconocido que se realizó en las orillas del río Pisuerga (Valladolid). Atónitos, observaron a un hombre provisto de una extraña vestimenta sumergirse a tres metros de profundidad durante más de una hora. Preocupado, el monarca ordenó que el buzo saliera del agua y, al comprobar que se encontraba sano y salvo, todos aplaudieron con fervor por el éxito del invento de uno de los personajes más célebres de los siglos XVI y XVII, don Jerónimo de Ayanz y Beaumont.
Nació en 1553 en el señorío de Guenduláin (Navarra) y fue el segundo hijo de una familia aristocrática emparentada con los reyes de Navarra. Su padre, Carlos de Ayanz, luchó con arrojo en destacadas batallas como la de San Quintín y fue nombrado montero real por Felipe II. Esa posición privilegiada favoreció que su hijo lograra convertirse en paje del Rey, ya que al no ser el primogénito sus posibilidades quedaban reducidas a servir al monarca o la vida eclesiástica.
Por entonces todos los jóvenes aspiraban a ese puesto, ya que suponía acceder al conocimiento de la mano de los eruditos más destacados de la época, como Juan de Herrera o Pedro Juan de Lastanosa, algo que solo estaba reservado para los hijos de las familias más influyentes.
Jerónimo de Ayanz destacó notablemente debido a su destreza en las matemáticas, astronomía, naútica, ingeniería y arquitectura. Aunque también se hizo famoso por sus hazañas en las campañas militares de Flandes, La Goleta, Lombardía y Portugal. Las crónicas también apuntan que contaba con una fuerza descomunal, lo que le permitía incluso doblar barras de hierro sobre su nuca y agujerear planchas de plata con los dedos. Tal fue la fama del valiente militar que el genio de la literatura Lope de Vega le apodó ‘el Hércules español’ y dedicó en su honor unos versos de su comedia Lo que pasa en una tarde.
Por sus logros en el campo de batalla, en marzo de 1580 fue nombrado caballero de la Orden de Calatrava, ganándose el sobrenombre del ‘caballero de las prodigiosas fuerzas’. Hasta 1587 ocupó diferentes puestos públicos, como regidor de Murcia o gobernador de Martos, sin embargo el destino quiso que ese año Felipe II le nombrara administrador de las minas del Reino.
Por entonces España poseía 550 yacimientos ubicados en la Península y mucho más en los territorios de ultramar. Ayanz realizó numerosos viajes y descendió por peligrosas galerías para comprobar de primera mano la situación en la que trabajan los mineros. Durante sus inspecciones observó que las excavaciones contaban con dos grandes problemas, la acumulación del agua en las galerías y la contaminación del aire, así que intento por solventar estos inconvenientes. En ese trayecto descubrió una pasión que relegaría al resto de sus intereses a un segundo plano, la tecnología.
Uno de sus grandes ideas fue el diseño de un sistema de desagüe mediante un sifón con intercambiador que proporcionaba la energía suficiente para mover el agua acumulada del lavado del mineral. Este mecanismo se puso en marcha en la mina de plata de Guadalcanal (Sevilla) y supuso la primera aplicación práctica del principio de la presión atmosférica, algo que no fue determinado científicamente hasta medio siglo después.
Sin embargo su gran aportación a la ciencia fue la máquina de vapor. Aunque la fuerza de la condensación gaseosa del agua era conocida desde mucho tiempo atrás (el primero en usarla fue Herón de Alejandría en el siglo I y en el siglo XII la catedral del Reims albergó un órgano que funcionaba con vapor), Ayanz dio un paso más alla y logró crear un sistema basado en una caldera esférica calentada por un horno de leña que producía vapor. Ese vapor salía a gran velocidad por un conducto y al llegar fino orificio de su extremo se producía una depresión (conocida actualmente como efecto Venturi) que generaba el movimiento continuo del fluido.
De este modo, el genio navarro se anticipó 100 años al británico James Watts. De hecho, si su tecnología patentada se hubiera comercializado España se habría convertido en la cuna de la revolución industrial en lugar de Inglaterra en el siglo XIX.
Este mecanismo, que logró renovar el aire viciado de las minas, también fue el precursor del aire acondicionado al intercambiar el aire con nieve para enfriarlo y dirigirlo al interior de las minas. Incluso el propio Ayanz disponía en su gabinete de una tecnología similar que mezclaba aire enfriado con esencia de rosas, produciendo un olor muy agradable.
Entre sus muchos inventos destacan también una bomba para desaguar barcos, un antecedente del submarino, un traje de buceo, balanzas de precisión, una brújula que establecía la declinación magnética y un horno para destilar agua marina en los barcos. Fue tal su proeza científica que, avalado por los doctores Juan Arias de Loyola y Julián Ferrofino, Felipe III le concedió en 1606 hasta 50 patentes. Además, sus proyectos se utilizaron en empresas privadas, como la búsqueda de tesoros hundidos.
Jerónimo Ayanz murió el 23 de marzo de 1613, dejando un legado esencial para el desarrollo del mundo moderno. Además, en el Archivo General de Simancas (Valladolid) quedaron recogidos medio centenar de dibujos de sus revolucionarias ideas y algunas de las cuales se adelantaron en casi 200 años a avances tecnológicos fechados en el siglo XIX.