A Fernando Soto, un héroe cercano (in memoriam)

Juan Manuel Suárez Japón. Debo confesarlo. Comienzo a escribir envuelto en una duda: la búsqueda de la “buena noticia” que preside esta publicación ¿es compatible con expresar aquí el recuerdo y el dolor por un amigo que se nos ha ido?. Me arriesgo, porque ese sentimiento jamás puede ser negativo y sí lo sería si no dejo salir la memoria de cuánto hemos compartido y la gratitud por cuánto hayamos podido aprender de ellos. Tal es el caso ahora, mermado aún mi entendimiento por el adiós definitivo de Fernando Soto, el histórico dirigente de las CCOO a quien tuve la fortuna y el honor de conocer y tratar durante años.

Fernando Soto, como sus otros compañeros sometidos al “proceso 1001” nunca dejó de tener, para mí, la aureola del héroe. Cuando en los años del final del franquismo se conocieron las elevadas condenas a quienes habían gestado un sindicato obrero, apartado de la ficción del “verticalismo oficialista” siguió una reacción de convulsa indignación y protesta. A Fernando le “cayeron”, -así solía él decirlo-, 17 años, 4 meses y 1 día de prisión. ¿Cómo tan terrible castigo para quienes sólo trataban de abrir rendijas para la libertad?. Era el año 1973, lo recuerdo bien, el primero de mi ya larga carrera como profesor universitario. Y fue después, tras la amnistía, cuando en un aula de la Facultad de Derecho de la Hispalense, le vi por vez primera vez, cuando los nombres míticos de Soto, de Acosta, de Saborido y de otros más, cobraron cuerpo. Fue, por cierto, un acto masivo que debió abortarse por la orden de desalojo emanada del gobierno civil.

Luego, la vida nos unió y el admirado sindicalista fue mi amigo. Fernando Soto y yo compartíamos escaño de diputado en la cámara andaluza y en la dirección del grupo parlamentario socialista, nuevamente mayoritario tras las elecciones de 1986. Entonces, hablábamos mucho y yo no dejaba de interrogarle por episodios de su vida, por sus experiencias en la lucha obrera, por la pérdida de la libertad. Hablaba de ello sin rencor y sin un ápice de absurdo orgullo. Enseguida estaba elogiando a Marcelino Camacho, o recordando que su dolor mayor era el que sabía que pasaba su familia, o engrandeciendo la solidaridad entre quienes eran sujetos de la misma injusticia. Le insistí muchas veces en que debía escribir sobre ello y, no sin resistencias, acabó haciéndolo. Tengo su libro, “Por el camino de la Izquierda”, con una cariñosa dedicatoria que ahora, tras su ausencia, adquiere un valor añadido.

La “recuperación de la memoria”, de la que tanto oímos hablar, debe abrir un capítulo para dar a conocer ejemplares apuestas vitales como las Fernando Soto y sus compañeros de las iniciales CCOO. Y hacerlo como más le habría gustado y que tan justamente describen las palabras de Ángel Gabilondo: “la memoria debe incorporar siempre al porvenir. Sin ello, sólo serían recuerdos”.

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