Enrique Lluch Frechina. Hoy me he levantado pronto y he salido a escribir al exterior, me gusta este fresco de la mañana y escuchar los pájaros que picotean en las huertas que rodean mi casa. Escucho a lo lejos los cantos de los gallos de mis vecinos que se empeñan en avisarme de que el sol está a punto de nacer desde las aguas de ese mar Mediterráneo que tengo tan cerca. Frente a mí observo un campo de cebollas a punto de recoger y a mi izquierda veo las matas jóvenes de las chufas que serán convertidas en horchata el próximo verano.
Todo ello me lleva a pensar en los pobladores musulmanes que crearon esta red de acequias y en las múltiples generaciones de labradores que han continuado su labor a través de los años y que permiten que siga perviviendo este paraje tan maravilloso y único como es la huerta de Valencia. Me vienen a la cabeza mis amigos y mis vecinos que se dedican a sacar sus mejores frutos de una tierra trabajada con cariño.
Recuerdo mi última excursión por el Turia viendo el nacimiento de las acequias que desvían su caudal para acabar inundando estos campos de rectos surcos y alimentar a las verduras y las hortalizas que nos dan la fuerza para seguir viviendo. Recuerdo a las garzas acechando en otoño a los pequeños ratones que huyen de la quema de las matas de la chufa y a la lavandera amarilla que siempre vuelve al mismo lugar donde la descubro en enero, cuando el frío del invierno le lleva a refugiarse en este rincón de temperatura más benigna. También pienso en los jornaleros con su lomo doblado sobre la tierra recogiendo patatas, cebollas o hinojo, veo las sandías volando desde sus manos a las de quien está sobre el remolque o al labrador quitando las malas hierbas que compiten con el cultivo por el alimento que les da la tierra…
Y cuando pienso en todo esto me apena que la agricultura sea considerada como una actividad sin futuro, porque no es verdad ¿De qué nos alimentaríamos sin ella? La agricultura tiene pasado, presente y futuro… Cada vez que compramos legumbres, verduras, frutos, tubérculos, debemos acordarnos de la tierra, de la historia, de las personas que la trabajan, de quienes recolectan o cosechan, de la pequeña semilla que se hace grande y da fruto abundante… Y por qué no vamos a comprar a quien lo trabaja, a quien ha puesto el cariño en esta producción, a quien sabe amar su tierra… Vamos a colaborar con nuestra manera de comprar en el mantenimiento de ese mundo agrícola de personas amantes de lo que hacen, de lo que cultivan, de esa herencia milenaria que no deberíamos perder y que tenemos alrededor de nuestras ciudades y pueblos.
Ya ha salido el sol, sigue haciendo fresco y comienzo a escuchar los primeros trenes de vía estrecha del día que llevan acercando mi pueblo a Valencia desde hace más de 100 años. Los primeros paseantes aparecen por la antigua “vía churra” que veo desde aquí y los mosquitos rondan al acecho para atacarme cuando puedan. Todavía me queda un rato antes de que los niños se despierten y monte en mi bici para comprar una hogaza en el horno del pueblo y desayunar con ellos “pa, oli i sal”, pero ya estoy disfrutando de este nuevo día, en el que, entre otras cosas, compraré las verduras de la semana a uno de estos labradores a los que dedico este artículo.