Juan Manuel Suárez Japón. Aún calientes los resultados electorales del pasado 25 de mayo se abrió el tumultuoso tiempo de los comentaristas y tertulianos. Antes, en la misma noche electoral, asistimos al esperado ritual de los fingimientos de los dirigentes, con contrapuestos gestos de alegrías o tristezas. Más, un dato ha emergido como una voz poderosa, imposible de ser ignorada: Europa es ya una realidad no querida y los comportamientos de la clase política, aquí y allá, son una causa de rechazo casi universal. Respecto a lo primero, es un hecho que Europa se nos había convertido en la madrastra perversa, culpable de nuestros males, a causa de eso que hemos llamado “austericidio”, con medidas que han acrecentado el malestar de millones de seres humanos no sólo en España, sino en todo el espacio de la Unión. La deriva de las políticas europeas durante las últimas décadas y sus reflejos en nuestro país, -y en otros-, se había convertido en una inagotable fuente de euroescépticos.
La campaña electoral que estaba dirigida a paliar estas imágenes, exponiéndonos el verdadero sentido de la experiencia europea, del que fuera ilusionante proyecto de unidad, de movilidad, de bienestar, fue una ocasión perdida. Nadie lo hizo. Una torpeza verbal, -más grave si en verdad dejaba salir un pensamiento profundo-, de uno de los candidatos y el aprovechamiento por parte del rival más directo ocupó todos los espacios de los medios y de los discursos. Europa quedó, una vez más, al fondo, difuminada, sin poder emerger frente a la imparable inercia de los enfrentamientos partidarios.
Nunca dejó de existir en la ciudadanía una actitud de desconfianza frente a la construcción europea que, necesariamente, suponía cesiones de soberanías que chocaban contra la vieja idea del estado-nación. Todo un tiempo de mensajes sobre la validez de sus ayudas, -muy especialmente en regiones objetivo 1, como Andalucía-, quedó arrasado por la crisis y la dureza de sus consecuencias. Y una de ellas fue, en nuestro país, el debilitamiento de la apuesta de formación de vocaciones europeas que fue, desde sus inicios, el Programa Erasmus, orientado a la enseñanza superior y conducente a una convergencia de planes que permitiera la movilidad de los estudiantes dentro del espacio europeo.
Los resultados constatables tras los años de funcionamiento del Erasmus y muy especialmente, la experiencia personal de quienes tuvimos la ocasión de “vivirlo” como profesor o alumno, nos permite afirmar que este programa era probablemente la “única escuela” capaz de hacer nacer vocaciones europeístas entre las nuevas generaciones y por tanto, de garantizar el futuro del objetivo global. Frente a eso, los recortes lo han debilitado y llenado de dudas. Craso error. ¡Frente al euroescepticismo, más Erasmus¡