Francisco J. Martínez-López. (Leer parte I) El tipo estaba en calzoncillos sentado en una silla diminuta para sus proporciones, haciendo algo sobre una mesa de estas plegables de camping que difícilmente conseguía meter entre sus piernas; si no fuera por todo lo demás, la visión era hasta cómica. El tío estaba colocado con algo, eso era evidente, pero no me pareció que estuviera metiéndose nada de la mesa, sino preparando como paquetitos, que yo pensé que serían dosis para vender; intuí que el tipo sería un camello de poca monta. Todo esto en menos de un segundo. El tipo, que me vio y levantó la cabeza. Yo, desde el pasillo, le pedí educadamente que bajara la música, que estaba intentando dormir, pero el tipo tuvo una reacción agresiva, de esas que uno piensa inmediatamente que está en peligro. Di una respuesta educada para salir del paso y me volví a meter en mi cuarto maldiciendo mi suerte. Se me dispararon las alarmas y tuve esa sensación desagradable en el estómago, aunque intenté tranquilizarme. En ese momento pensé que tocaría aguantar unas semanas y buscarse otra cosa. A las dos horas volví a salir y me duché, pensando en ir a un lugar tranquilo que conozco downtown a trabajar y volver a la noche. Le pedí al tipo un juego de llaves, pero me dijo que no hacía falta, que su novia o él estarían en la casa para abrir. La sensación del estómago no se me iba. Aquello no era un lugar seguro. Salí, pero me llevé el pasaporte y mi tarjeta de crédito de emergencia. No me fiaba.
Desayunando en una cafetería del centro, casi vacía, sólo tenía un pensamiento: salir de allí lo antes posible. Justo en ese instante, recibo respuesta de uno de los apartamentos a los que envié un mensaje el día anterior. Llamé al tipo y hablé con él, y sin más dilación me dirigí a ver el piso, donde estoy ahora, ya de manera definitiva. El apartamento es extraordinario, de una pareja, ella ejecutiva bien posicionada que viaja con frecuencia, y él un chef que trabaja de niñero para los niños de familias bien posicionadas de la ciudad, alguna con fama mundial, aunque no desvelaré aquí. El sitio ya se veía estupendo y decidí pegar el salto de inmediato. Sólo quedaba una cosa: volver y gestionar lo de la devolución del dinero. El chef-niñero fue muy empático y me dio apoyo emocional antes de ir; ya estaba empezando a imaginarme que habría movida.
Regresé al otro apartamento y encaré la situación. El tipo estaba en su cuarto, exactamente en la misma posición y haciendo lo mismo que a las cinco y media de la mañana y que a las ocho de la mañana, cuando dejé por primera vez el piso. Sería mediodía. Con nerviosismo, por saber ya que estaba tratando con un tío peligroso, le expliqué educadamente que prefería irme de inmediato para cambiarme a éste otro sitio, que se ajustaba más a lo que buscaba. Le pedí que me devolviera el dinero que le había dado ni 12 horas antes, aunque ofreciéndole que se quedara con una parte razonable, por los inconvenientes. El tipo, con esa cara de medio colocado que tenía, me miraba con un gesto de cierta estupefacción, mientras se lo contaba. Le pregunté qué pensaba al respecto, y me respondió de manera seca: “Ya me lo has dicho. Déjame que lo piense”. “¿Qué carajo había que pensar?”, pensé yo; la situación estaba bien clara entre personas honestas, salvo que uno quisiera complicarlo, como ya intuía. Intenté, sin embargo, mantener la calma. Me fui a la sala de estar, donde le dije que esperaría. Pasaron cinco, 10 minutos… La novia siniestra salió y entró del cuarto un par de veces. Yo seguía esperando. Me llamó la atención una foto del tipo de pequeño, metida en una caja con más cosas. De chaval tenía una expresión simpática y bondadosa; me pregunté qué es lo que le habría hecho evolucionar a la persona de ahora, aunque me importaba poco la respuesta; sólo quería mi dinero y largarme de allí.
Tras un cuarto de hora esperando, tocaron a la puerta. La novia salió del cuarto y la abrió. Yo estaba en una posición que no podía ver a la persona que permanecía en el rellano, pues la puerta abierta hacía de pantalla. La novia llamó al tipo, que salió. La persona de la puerta hablaba con voz grave y enérgica. Le pidió unos papeles; yo creí que sería alguna empresa de mensajería. El tipo entró al cuarto, y desde el rellano le decían que buscara una hoja multicolor, con unas características concretas. El tipo salió de nuevo, con gesto más sometido y moderado, cosa extraña. Se dijeron algo. El tipo cogió la puerta e intentó cerrarla con rapidez, pero desde el rellano le metieron el pie para impedirle cerrarla. El hombre de voz grave del rellano le dijo que no dejaría que cerrara la puerta y que no se irían hasta que le enseñara lo que le estaban pidiendo. Evidentemente, el tipo no podía hacerlo. La situación estaba tornando bastante tensa. Entendí algo de un requerimiento de un juez y de los juzgados. Empecé a asustarme. Decidí entonces desplazarme hacia la puerta para ver quién había fuera. Cuando tomé ángulo con perspectiva, vi a unos tipos con pistoleras vistiendo unas chaquetas azul oscuro, de un material tipo impermeable. Uno se giró en ese instante y pude ver claramente en letras amarillas impresas sobre la espalda: U.S. Marshal. En una situación como ésa, a uno le vienen todas las movidas de las películas americanas: las de Tommy Lee Jones y demás. En verdad, las películas se inspiran en la realidad, que era lo que estaba viviendo yo; esto es algo que se puede contar, pero insisto en que uno no se hace una idea de lo que es hasta que lo vive. Sinceramente, ahí fue cuando empecé a acojonarme, y disculpen que utilice esta palabra expresiva.
La tensión siguió escalando y, al comprobar que el tipo no podía proporcionar la documentación requerida, los Marshals pasaron a la acción y aplicaron el protocolo. Pidieron al tipo que se apartara y entraron en el apartamento con contundencia. Lo siguiente que dijeron es que teníamos que desalojar la casa de inmediato, que iban a clausularla. Estaban ejecutando una orden de desahucio. A mí me iba a dar algo. En ese instante uno quiere confiar en que el agente de la autoridad va a ser comprensivo con alguien que se les aproxime pacíficamente y les diga algo razonable. Así lo hice y, con la tensión del momento y un inglés trabado, expliqué a uno de los Marshals que no llevaba ni 12 horas en el lugar, lo del alquiler, y que precisamente antes de que llegaran ellos le estaba diciendo al tipo que me iba y que me devolviera el dinero. Él me respondió que el tipo no estaba autorizado para alquilar nada, que era ilegal, y que lo que le estaba contando no era su problema. Seguidamente me pidió amablemente que saliera de la casa, que tenía que clausurar el apartamento por orden judicial, y que había que ir a los juzgados. A mí me iba a dar algo… ¿lo he dicho ya? Le dije que tenía todas las cosas en mi cuarto y que me diera, por favor, algo de tiempo para recogerlas; en ese momento estaba pensando en que se me habían esfumado $1000, porque el tipo del piso estaba ya claro que era un fraude, y que podía quedarme pillado con todas mis cosas en la habitación. El agente me dio dos minutos.
Me fui a mi cuarto cagando leches; no sabía por dónde empezar. Era materialmente imposible hacerlo. Cuando conseguí medio pensar y salir del shock, justo en el instante que estaba abriendo la maleta para meter las cosas, llegaron dos de los Marshals y me pidieron sin concesiones que saliera inmediatamente. Todo aquello me pareció tan injusto que, no sé cómo, pero conseguí la clarividencia para describir mi situación en pocas palabras. Concluí con una pregunta retórica, suponiendo que tendría algunos derechos, que cómo iba a dejar todo lo mío allí; el tipo del piso me soltaba desde el pasillo improperios, tipo “calla la puta boca”, y lindezas por el estilo; yo, por dentro, me estaba cagando en sus muertos, aunque creo que huelga decirlo.
Uno de los Marshals se aproximó y me di cuenta de que le llamó la atención que lo primero que estuviera empaquetando fueran mis libros. Volvió hacia atrás y preguntó algo con la expresión de su cara a su colega; el compañero respondió con un gesto aquiescente. Entonces, el Marshal me dijo que recogiera todo, que me iban a dar unos minutos, pero que lo hiciera lo más rápido posible. Debí batir algún récord. En menos de tres minutos ya estaba. La única nota cómica de todo aquello es que, cuando estaba saliendo por la puerta con la maleta y una almohada que me había dejado mi amiga prendida por la axila, y en la otra axila un edredón prestado, y en la mano una bolsa –de Mercadona, por cierto, de las grandes y resistentes– con todo mi neceser, y otra con un desatascador de baño que había comprado dos días antes –no cuento por qué, que eso es otra historia–, caí en que me había olvidado de mis champús y demás en la bañera. Me di la vuelta rápidamente y lo cogí. Uno los Marshals, el que estaba teniendo la deferencia conmigo, se rio al ver por lo que me di la vuelta. Supongo que ya tenía claro que una persona con mi apariencia, y que se interesa por los libros y los botes de champú, no tenía nada que ver con asuntos turbios.
Salimos del apartamento y se dirigieron a los juzgados. A mí, no obstante, me eximieron y me dijeron que podía irme sin problemas, que conmigo no tenían nada. El empleado que trajeron los Marshals para cambiar la cerradura se despidió de mí, y me vino a decir que sentía lo que me había ocurrido. Tras esta movida, intenté recuperar el resuello en un bar y salir del shock. Luego me fui a mi nuevo piso, que es una maravilla, y con gente estupenda que me ha apoyado.
En retrospectiva, aunque haya pasado por toda esta secuencia desagradable de hechos, y haya perdido mil pavos, porque no veo al tipo infame contactándome para devolvérmelo, sino más bien gastándoselos en vicios, creo que he tenido mucha suerte. He sido afortunado. No sé si por Dios o los dioses, para los creyentes, la providencia o el azar, pero esa mañana evolucionó de una forma tal que, sin quererlo, me hizo estar de vuelta en el apartamento 15 minutos antes de que llegaran los Marshals. Si lo hubiera hecho 15 minutos, u horas más tarde, como tenía previsto, habría llegado y me habría encontrado el piso clausurado por orden judicial y con gran parte de mis cosas dentro. Todavía ahora, días después, pienso en ello, y respiro aliviado. Al día siguiente de esta historia me di una vuelta por el edificio. A medida que me aproximaba me notaba más tenso. Creo que he estado traumatizado unos días por aquello. Vi la comisaría de la NYPD justo al lado, y entré a pedir asesoramiento. El agente que me atendió me escuchó amablemente la historia pero, como me imaginaba, había poco que hacer sin pruebas. Me dijo que tenía dos opciones: olvidarlo o llevar al tipo a juicio. Concluyó con un: “Hay que tener cuidado con Craiglist”. Sí, eso ya lo había escuchado, y me preguntaba por qué, cómo serían los timos o las situaciones de peligro para los que fueran a alquilar. Bueno, aquí hay un ejemplo.
En fin, yo ya antes me imaginaba que habría aquí muchos neoyorquinos que no habrían pasado por las historias raras que me habían pasado ya a mí. Pero después de ésta que les he narrado, ni neoyorquinos ni estadounidenses… ¡Si hasta me han desahuciado!
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