Juan Manuel Suárez Japón. Pese al imparable aluvión de imágenes que conforman nuestra diaria experiencia, hay algunas de ellas que consiguen quedarse ancladas en nosotros, aferradas en nuestros recuerdos, resistentes al paso del tiempo. Las causas de esa latencia pueden ser diversas. Las habrá que sustenten su valor en ser partes que devinieron esenciales en parcelas íntimas de nuestras vidas. Otras, por el contrario, se quedaron en nosotros porque ayudaron a definir el contexto socio-cultural o político en el que hemos ido desarrollando nuestra existencia. Serían éstas algunas especiales experiencias que trazaron líneas divisorias, que señalaron cambios sustanciales en nuestras vidas y en la de nuestros contemporáneos y que se manifestaron en una imagen concreta, que nos llegó a través de cualquiera de los medios que sucesivamente han sido capaces de difundirlas. Y justamente ahora, cuando hace sólo unos minutos que hemos sabido que el rey Juan Carlos I ha tomado la decisión de abdicar el trono en la persona de su hijo, el príncipe Felipe, extraigo una de ellas.
Habíamos pasado un largo día atenazado por las noticias que llegaban de Madrid. Un grupo de sediciosos armados había asaltado el Congreso de los Diputados. Quien esto escribe, se marchó de la universidad con el alma sobrecogida. Tenía amigos dentro del Congreso y era consciente que asumían riesgos muy altos. Pero no era sólo eso. Otras cuestiones se nos mostraban más trascendentes: ¿qué iba a pasar con nuestra recién estrenada democracia?; ¿íbamos a volver a las andadas y a seguir siendo un país sojuzgado?; ¿cómo podía ser posible que esto nos sucediera de nuevo? Las emisoras de radio habían comenzado a emitir marchas militares como el peor de los presagios. Sólo teníamos en nuestra mente la escena de aquel hediondo guardia civil irrumpiendo en la sala de plenarios, asustando con su arma, tratando vilmente de derribar la recia dignidad de Adolfo Suárez y del general Gutierrez Mellado.
Era ya avanzada la noche cuando la figura del rey apareció en las pantallas de los televisores. Vestido con el uniforme de su alto rango militar, su rostro mostraba a las claras las tensiones vividas. Con voz afectada, reclamó a los generales golpistas la vuelta a los cuarteles y de ese modo asoció su propia suerte como rey a la suerte de la democracia. Fue un instante histórico y su imagen una de esas contra las que el olvido se torna impotente. Probablemente sólo entonces Don Juan Carlos comenzó a ser plenamente aceptado y se convirtió en el “rey de todos los españoles”. Luego, ya se sabe, fue pasando el tiempo, vinieron otras complicaciones y se alternaron las luces y las sombras. Pero si ponemos larga la luz de nuestra memoria y lo hacemos precisamente hoy, cuando acaba de comunicar su decisión de abdicar, debiéramos reconocer y agradecer al monarca sus altos servicios a la España democrática.