25 abril 2024

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Francisco J. Martínez-López. Las estaciones de tren evocan nostalgias e ilusiones, sobre todo las que aún conservan vestigios de lo que fueron, apenas percibidos, en el segundo plano de todas las perspectivas, quizá también para los que las han ido modernizando y redecorando. Pero no importa qué célebre arquitecto lo haga ni cómo las adapte a los tiempos. Aun cuando se pierdan los elementos inertes de antes, los que nos hacen rememorar tiempos pretéritos mejores, siempre habrá personas que llegan y otras que marchan, saludos y despedidas, prisas y esperas, a veces en compañía, otras en soledad, aunque pocas veces solo, siempre al abrigo de un desconocido cercano que comparte minutos y quizá también destino. El que solitario aguarda se acaba convirtiendo, incluso sin quererlo, en un observador de lo que le rodea. Algo de esto me ha sucedido esta semana.

La visita a la estación fue imprevista; acabé en su cafetería por ser la más cercana a un punto de encuentro con alguien. Llegué con margen, y decidí hacer tiempo allí, tomando algo y leyendo algunos poemas de una antología que llevo a medias. Sólo había una mesa con un par de treintañeros en conversación tranquila; era tarde y el último tren de ese día salía en poco más de media hora, según se veía en una pequeña pantalla en la que reparé apenas sin querer. Me senté en una mesita que estaba junto a una de las ventanas que daban al andén; quería entretenerme con la visión de las vías cuando levantara la cabeza entre poema y poema. La camarera estaba absorta en su móvil, probablemente chateando con alguien; no paraba de teclear con sus pulgares, y sonreía en alguna de sus pausas. Dudo de que se percatara de mi presencia. Por eso de que uno llega a un sitio y parece que tienen que pedirse algo para estar legitimado a ocupar una mesa, pensé unos segundos en hacerlo. Pero lo cierto es que no me apetecía nada. Tampoco una cafetería de estación es una al uso, y la camarera hasta el momento me ignoraba, así que decidí pasar y sentarme sin decir nada. Al alejar la silla para sentarme, me pareció ver por el rabillo del ojo que la camarera levantó la cabeza y me miró, pero pasados los segundos de sentarme y sacar el libro de mi mochila comprobé que tenía su posición inicial. Mejor, pensé.

Leí, con dificultad para concentrarme, un par de poesías de Petrarca. El par de amigos mantenía una conversación a unas mesas de distancia. Y, aunque su tono era moderado, el silencio de la sala no oponía resistencia a sus palabras. No pude evitarlo. Al poco, el contenido de la conversación captó mi atención, y los versos que leía en silencio perdieron el protagonismo en mi mente. Tardé sólo unos minutos en captar la cuestión de fondo. El que más hablaba, que era quien partía, tendía a repetirse; el otro, que lo había acompañado para despedirlo, más bien escuchaba y se limitaba a las puntualizaciones. Estaba empezando una relación con una chica, con la que llevaba apenas un par de meses y unos diez polvos; esto de los polvos es que se lo preguntó el colega. Pero la relación estaba en ese punto inicial en que aún no se sabe bien qué es lo que hay, incluso si hay algo, y al chico parece que le había tocado ser la parte, que suele haberla, que mayor interés tiene en concretarlo. Le aprecié algo de desesperación y angustia. La chica le gustaba, tanto como para querer dar un paso más en la relación, si bien creía que este sentimiento no era recíproco, que la chica parecía mostrar menos interés. Por ejemplo, dijo que le había enviado unos mensajes de WhatsApp unas horas antes y todavía no le había contestado, aun cuando ella ya los había visto; además, su móvil le decía que estaba casi siempre en línea. La situación había comenzado a desesperarle, aunque tampoco quería hablarlo con ella abiertamente para no agobiarla.

El colega, que escuchaba paciente, le interrumpió con un comentario que pareció aliviar al enamorado. Antes, no obstante, le preguntó “cuántos polvos habían echado hasta la fecha”; ahí es cuando lo supe. Entonces el colega le dijo que se estaba portando como el que todavía no ha tenido nada con la chica, y está detrás a ver si consigue algo, pero que ellos ya habían tenido sexo, y varias veces. No tenía sentido, por tanto, estar así; debía hablar con ella abiertamente, decirle que le gustaba. Él no aguantaba la inseguridad, decía, de no saber si tenían algo o no, que un día se acabara aquello. Creía que la chica era consciente de lo mal que lo estaba pasando, y aun así seguía en una posición de cómoda ambigüedad, sin aclararle nada, llevando su vida, haciendo lo que mejor le parecía; él siempre estaba a su disposición cuando ella lo llamaba para proponerle algo, pero ella, en ocasiones, cuando el sentido de la comunicación era la contraria, le sugería dejarlo para otro momento porque había quedado con otra gente, y tampoco le invitaba a acompañarla. Las sensaciones cuando estaban juntos eran increíbles, incluso aunque no tuvieran sexo, cuestión que para él ya había quedado relegada al amor que sentía por ella. Sin embargo, poder no tener nada con ella, idea que le reconcomía cada vez que se sentía ignorado, como durante la espera interminable de esa tarde a ser contestado, le comenzaba a generar una sensación insoportable.

La camarera continuaba a lo suyo, chateando con el móvil. Entre tanto el chico seguía con su cuasi monólogo circular, involuntariamente pensé en que la chica podría estar en ese momento ajena a la obsesión de este hombre, chateando con otras personas, quizá otro chico con el que estuviera tonteando, con la misma cara de diversión que tenía la camarera. No sé, lo pensé. Simpaticé con el chico. Comprendí su estado. También he pasado por ahí; ¿quién no? Supongo que la mayoría. Esa sensación de amor no correspondido es una de las más desagradables. Aunque el amor, y, sobre todo, especifico, ese mal llamado amor, que no es sino enamoramiento, obsesión por una idealización de alguien en los momentos iniciales de una relación, es toda esta mezcla de placer y dolor; no sería mal de amores de lo contrario.

La mayor parte del tiempo estaba en una posición de aparente introspección, con mi cabeza inclinada y haciendo que leía el libro, aunque perdí la noción de las letras una vez que pasé a centrarme en la conversación adyacente, tras el segundo poema leído intencionadamente. A veces dirigía mi mirada hacia el suelo. Había un envoltorio de un azucarillo usado, de estos que tienen una cita impresa. Sentí curiosidad y me agaché un poco para ver el autor: Confucio; no hice por leer su frase. Es irónico, pero una de las veces que mantenía una visión desenfocada sobre las páginas del libro, varias palabras cobraron nitidez en la nebulosa del negro sobre blanco amarillento: “Si no es amor…”. Seguí leyendo: “Si no es amor, ¿qué es lo que siento? / Mas si es amor, por Dios, ¿qué cosa y cómo? / Si buena es, ¿por qué es moral su efecto? / Y si mala, ¿por qué es dulce su tormento?” Habría sido un buen poema para compartir con el chico.

El chico quería desprenderse de esa sensación de incertidumbre, de no saber si tenían algo, decía a su colega. Temía que aquello que él pensaba que podían tener se desvaneciera uno de estos días porque ella decidiera dejarlo. Buscaba una seguridad que sólo podía alcanzarse con la certeza de la posesión de la otra persona, cuestión imposible, aunque se contentaría si al menos reconociesen de manera explícita tener alguna relación. Por eso repetía que debía hablar con ella, venciendo así su miedo a agobiarla con la cuestión. Debía vivir en una certeza, dejar atrás lo incierto de su estado actual con ella, no preocuparse de si la tardanza en la respuesta a sus mensajes se podía deber a cuestiones que pusieran en riesgo su futuro en común. Tenía que terminar con esa sensación.

Lo paradójico de esto es que el estado anhelado por el chico es el que se alcanza cuando la fuerza del enamoramiento pasa y se transmuta en algo menos reinante en la mente de la persona. Puede transitar a pasión sosegada, relación acordada, o incluso desinterés al que conduce intuir que la otra persona no es la adecuada. Éstos y otros son estados posibles, una vez pasada la fase inicial, más obsesiva e irracional, en que él está ahora inmerso. Por tanto, quizá sin saberlo, lo que quiere el chico es acelerar el proceso y, con ello, precipitar el resultado de la historia que está iniciando con la chica. Sin apenas conciencia de las implicaciones de su deseo, busca acercarse al final, porque pocos son los amores, acaso ninguno, que cuando nacen no comienzan a morir, como todo lo vivo. El amor permanece siempre, mas los amores llegan y pasan, en un ciclo constante de pasión y muerte entre amantes. Me habría gustado decirle que se lo tomara con calma, que no se obsesionara tanto con algo que antes o después iba a comprobar irreal, y que disfrutara, mientras tanto, del proceso; aunque también es cierto que es fácil dar consejos desde fuera de la espiral que centrifuga en la barriga del enamorado; suelen tener poca efectividad, no obstante. La única pócima útil para combatir el desasosiego del enamorado es la de la propia experiencia, que va inmunizando, aunque nunca del todo, ante la tendencia obsesiva y de idealización de la otra persona. La vida con frecuencia enseña que no nos enamoramos de la persona real, sino de una entelequia creada por nuestra mente. El desenamoramiento no es sino la toma de conciencia de lo que esa persona es, la reubicación mental en lo real y no en lo idealizado. Pocos amores resisten este desplazamiento. Incluso cuando la persona puede merecer la pena de verdad, siempre está alejada de su idealización. La perfección proyectada sólo es posible en un mundo ensoñado por los enamorados. Sólo los que, con el tiempo, sean capaces de ver perfección en la imperfección comprobada en su amante podrán perdurar.

Por cierto, la chica envió finalmente un mensaje al chico. Le cambió la expresión en un segundo; sintió alivio. Su dilación injustificada para contestar durante las horas anteriores de duda y desesperación, de pronto, fueron justificadas; cosas como el exceso de trabajo, su agenda, en cansancio acumulado por no sé qué viaje acababa de hacer, el chico las adujo por primera vez como excusas comprensibles para explicar el retraso. Por su parte, el colega le dio a entender que eso mismo podría haber pensado unas horas antes, y no haberlo tenido así todo este tiempo, con esa conversación monotemática. No creo que sirviera de mucho; el chico sólo cambió el enfoque de la conversación, ya hablando sólo de las virtudes de ella, pero siguió en lo mismo. Intuí que al colega le ayudaría saber que estaba a punto de marcharse.

Se levantaron, pagaron y se despidieron en el andén. El tren ya estaba allí con las puertas de los vagones abiertas, a la espera, aunque había un cordón que evitaba el acceso. El chico se quedó de pie a unos metros de distancia, apoyado en el tirador de una maleta de mediano tamaño que puso a su lado. Una chica atractiva que se dirigía a un vagón de delante pasó frente a él. La siguió con la mirada unos segundos; ella no lo percibió; iba comprobando algo en un papel que llevaba en la mano, probablemente su billete. Apostaría a que, en ese instante, una nueva idealización efímera, la de esa chica que pasaba, sustituyó la que había ocupado su mente hasta entonces. Aquello fue una síntesis de lo que el amor puede ser: una visión de alguien que te sorprende en una estación de la vida, te atrapa, y te deja una fragancia cálida a su paso que torna desapacible conforme se pierde al alejarse por el andén.

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