25 abril 2024

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Asiduos de la cafetería de Barnes & Noble

Barnes & Noble, en Union Square. / Foto: wikipedia.org

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Barnes & Noble, en Union Square. / Foto: wikipedia.org
Barnes & Noble, en Union Square. / Foto: wikipedia.org

Francisco J. Martínez-López. Si tuviera que elegir un lugar para evadirme en NYC, sería la librería principal de Barnes & Noble, en el lado norte de Union Square. En un edificio antiguo de varias plantas, parte de la segunda tiene una cafetería generosa, con unas treinta mesitas cuadradas, grandes ventanales y visión privilegiada de la plaza. Sus paredes están decoradas con frescos de escritores célebres; Kafka, Orwell, Wilde, Joyce, Twain, Shaw, Tagore, Neruda, Singer o Hugues son algunas de las figuras inmortales que observan la congregación, silenciosos y cómplices, en una pausa interminable de sus cafés

No es tarea fácil encontrar sillas libres, mucho menos mesas, en las horas de máxima afluencia; es habitual pedir permiso para compartir mesa a algún solitario que no tenga la mesa cubierta con material de lectura diverso. Hay veces que me salgo de aquello que me ocupe, levanto la cabeza, y observo a la gente. Al principio, todos eran desconocidos, pero, a poco que la frecuenté, algunas caras comenzaron a serme familiares. Me gusta especular sobre sus vidas; lo que hay tras la visión inmediata que me ofrecen.

A media tarde suele llegar un hombre mayor, humilde y ligeramente consumido, con cabeza despoblada, a veces cubierta con una gorra desgastada de baseball, y barba canosa. Se aproxima con movimientos torpes, arrastrando uno de sus pies, y se ayuda de un bastón. Espera a veces junto a un mostrador con leche, azúcar, agua y servilletas para los clientes, a que se quede una mesa libre en su zona predilecta: un banco largo, de unos diez metros, que ocupa media pared, la de Kafka. Viene ya provisto de varias revistas y libros seleccionados momentos antes en la librería. Viste vaqueros y camisetas juveniles; por su desproporción respecto a su cuerpo y estado, con algún que otro pequeño jirón, he pensado que pudiera ser ropa usada, donada por algún servicio de beneficencia. Comencé a contemplar esta posibilidad cuando identifiqué a su tertuliano habitual, un afroamericano de mediana edad que podría catalogarse sin temor a desatinar como un “sin techo”, pues llega siempre con un par de mochilas grandes, pesadas, en las que parece llevar todas sus pertenencias, y se hace un lavado de gato en el aseo de la librería; lo he comprobado alguna de las veces que he coincidido con él allí. No obstante, demuestra afición a la lectura, gusto por las obras clásicas, y se comporta discreto y con decencia. Incluso en un momento inoportuno de incontinencia fisiológica que le presencié, en el que se ladeó con disimulo en su silla y se pedorreó sonoramente, pidió disculpas a los de las mesas colindantes. No apartó en ningún momento la vista de su libro.

Un día llegué y los vi. Había una mesa libre junto a ellos; no lo dudé, y me senté ahí. Tenían una conversación amena sobre un amigo común que se había encontrado el afroamericano el día de antes, y que no había visto desde hacía tiempo; para el otro había pasado más desde la última vez. Aunque conversaban en un tono moderado, y más en el caso del anciano, que susurra más que habla, una señora de una mesa contigua irrumpió en la conversación espetando: “¡Venga, que no sois tan importantes para mí como para tener que escucharos! ¡Id a hablar a otro sitio que no molestéis!” Con esa introducción en escena, la reconducción de la situación se antojaba difícil, y así fue. Los hombres se quedaron parados unos segundos, pero el afroamericano reaccionó con una mofa desdeñosa; el otro, en cambio, siguió cohibido. La señora no la digirió bien y continuó expresando su malestar, también con algunos improperios. Entonces media cafetería ya seguía con interés la escena. Al poco, la mujer se levantó y se marchó indignada.

El hombre mayor se giró hacia mí, quizá por ser el que estaba más próximo a su mesa, avergonzado:
–Perdona si te hemos molestado–me dijo.
– En absoluto. Esa señora ha demostrado malas maneras con su reacción–contesté, y aparenté seguir con lo mío, aunque en realidad seguí con la oreja pegada. Al hombre pareció aliviarle mi respuesta.
–Esto es una cafetería, tío. Si quiere silencio, que se vaya a una librería o se quede en su casa–dijo el otro, con expresividad y pareciendo dirigirse a los observantes.

Después continuaron su conversación y la normalidad se restableció. Quise aprovechar la excusa del contacto previo para hablar con ellos y pedirles que me contaran su historia, pero no me atreví.

Ayer vi a dos personas mayores nuevas, el hombre con mayores fatigas que la mujer, que demostró tener carácter y energías. Me pregunto si seguirán viniendo; son curiosas. Cada uno sentado en una mesa, como dos desconocidos. El hombre comenzó con una tos flemática, desacompasada, profunda y molesta, seguramente más para el que la sufre que para el que la escucha; parecía que se le iba la vida en algunos de los episodios. La mujer fue la primera de los presentes en manifestar malestar.
–¡Por Dios! ¡Ya está bien! ¡Para ya con esa tos!–le dijo.
–No puedo–respondió el hombre, carraspeando.
–¡Dios! ¡Estás infectado! ¡Estás infectando a todo el mundo aquí!
–¡No estoy infectado, mujer! ¡Cállate!
–¡Estás infectado!¡Veta a casa!
–¡Cállate! ¡Cállate, mujer! ¡Eres mala! ¡Mala!–el hombre, indignado, encontró la fuerza suficiente en su debilidad para replicarla.

Aquello se había convertido en un espectáculo, mucho mayor que el de la historia previa. En la librería suele haber un par de agentes de la NYPD de manera permanente. Uno de ellos estaba en la cafetería en esos momentos y presenció la escena. Se acercó con un serpenteo ágil entre las mesas hasta llegar a la posición de estos ancianos.
–Por favor, bajen la voz–dijo el policía, moviendo con suavidad sus manos a media altura, con gesto que pedía calma. Los dos callaron enseguida–. Señora, ¿la está molestando el caballero?
–¿Molestando? No, si es mi marido…–en ese segundo, la cara de sorpresa del policía no difirió mucho de la del resto que presenciábamos el incidente–. Es que está infectado… No debía haber salido de la casa. ¡Te tendrías que haber quedado en casa!–la mujer volvió a encenderse.
–¡Cállate! ¡Mala!–respondió el marido, con voz entrecortada por las flemas. El policía parecía no saber dónde meterse.
–Cálmense, por favor–volvió a exhortar el agente.

El anciano se levantó y se marchó. No volvió, al menos mientras yo estuve allí. La mujer, por su parte, se afanaba en explicar a un par de chicas que poco después llegaron y ocuparon la mesa que la limpiaran bien antes de poner comida, que había estado un hombre –resultaba curioso que no lo identificara de forma explícita como su marido–infectado tosiendo, y la mesa podía estar con restos de su esputo. Las chicas, vista la insistencia de la mujer, y no me extrañaría que sugestionadas por la fiebre mediática actual del ébola, optaron por buscarse otra mesa.

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