25 abril 2024

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Francisco J. Martínez-López. La otra noche conocí a una chica en un seminario de estos centrados en el desarrollo de habilidades para la consecución de logros personales. La mañana siguiente, desayunando con ella en mi casa, la chica, agradecida, quiso tener un detalle conmigo antes de irse, poniendo en práctica un método de adivinación que había aprendido en un curso de numerología al que asiste. Esto, por cierto, ahora que caigo, contado así, parece lo que no es, o sí… Es lo de menos, el caso es que así fue. No sé qué me pareció más raro, si lo que me pasó con esta chica esa mañana, o si el evento dónde la conocí la noche de antes.

Un colega me invitó a asistir, aunque en principio iba a ser para presenciar una sesión de trabajo de un grupo relacionado con este seminario; me había hablado en alguna ocasión de los proyectos que estaban desarrollando, me parecieron interesantes, y me dijo que me invitaría a asistir pronto. La reunión fue en una sala alquilada por horas en la planta 12 de un edificio de oficinas cerca de Penn Station. Había otras actividades en paralelo en salas adyacentes que nada tenían que ver con aquello, como un casting para una película o una obra de teatro; no sabría decir por el título. La salida del ascensor daba a un recibidor amplio, con una pantalla de televisión que tenía una imagen estática del programa de actividades del día en esa planta, por eso lo supe, tras husmear un rato, entre tanto hacía tiempo hasta que comenzara mi reunión. Dos chicas, sentadas en uno de los laterales del pasillo con unos guiones, ensayaban un diálogo con histrionismo. Eso, sumado a los cinco minutos previos de presentaciones superficiales y aceleradas que había recibido de varios en la sala donde se iba a celebrar la actividad por la que estaba allí, con pegatina en el pecho incluida, de estas típicas de “Hello, my name is _____” y el nombre manuscrito por una de las chicas que nos recibían, propició que empezara a pensar en escaquearme. Tenía la sensación de que había poca autenticidad allí, motivo suficiente para largarme de un sitio, aunque decidí aguantar para no dejar a mi colega en una posición comprometida frente al resto de su gente. Pero preferí salir de la sala y desconectarme del grupo hasta que comenzara.

A los cinco minutos, llegó un tipo de unos treinta y poco al que todo el mundo empezó a acercarse para saludarlo; me pregunté quién sería; Mi colega me llamó la atención con un gesto para que me aproximara. El tipo parecía ir al doble de revoluciones que el resto; yo observaba a distancia todo aquello, desde la puerta. Mi colega volvió a reclamarme con mayor intensidad, y ya acabé por aproximarme del todo. Me presentó al tipo, que me estrechó la mano con fuerza, y me dijo el nombre, pero era de éstos que suenan raros en inglés; de éstos que incluso los nativos, si no les resulta familiar, piden que se les deletree. “Lo siento, ¿cómo has dicho que te llamas?”, le dije. “No lo sientas, nunca digas que lo sientes”, me respondió con determinación; luego pude comprobar que era una especie de mantra que tenían los de esa reunión, me pareció entender, para no debilitar su reafirmación personal… un disparate, en mi opinión. El tipo me volvió a decir su nombre, pero seguí sin pillarlo; no le volví a preguntar y, de hecho, a día de hoy todavía no lo sé; me sonaba a nombre chino, aunque carecía de lógica porque el tipo era afroamericano.

El seminario comenzó a las órdenes de este chico y, para mi sorpresa, los “nuevos” tenían que presentarse. De manera secuencial, varias personas se fueron levantando y contando su historia. Aquello me recordó a las típicas reuniones que aparecen en algunas películas americanas, donde uno se levanta y dice: “Hola, soy fulano”, y todo el mundo responde: “¡Hola, fulano!” A partir del momento en que una chica contó su historia personal, lo que le había hecho decidirse por asistir a la presentación del seminario, y tuvo que dejar de hablar porque se le saltaron las lágrimas, aquello empezó a parecer un grupo de terapia colectiva. Hasta entonces me lo tomaba desde una perspectiva pasiva, de espectador, y lo veía como algo interesante sobre lo que escribir mi columna próxima; eso es lo que pensé, que iba a quedarse ahí la cosa, pero no…

Cuando se presentaron varios, el tipo con nombre que sonaba a chino preguntó varias veces si ya estaba todo el mundo, si quedaba alguien. A esto que otro chico que había sentado delante de mí levanta la mano y dice con retintín: “yo me sé de uno que todavía no se ha presentado…”; se dio la vuelta y me señaló, sonriendo. Ahí fue cuando empecé a incomodarme. Primero, aquello no tenía nada que ver con lo que mi colega me dijo que supuestamente iba a ser; y, segundo, empecé a sospechar, como pude comprobar al finalizar la reunión, que era un encuentro para captar a gente para unos seminarios intensivos que costaban una pasta; y al final, ¿para qué? ¿para aprender que nunca hay que decir “lo siento” y que puedes conseguir todo lo que te propongas?

Durante un par de segundos me pasó por la cabeza levantarme y salir educadamente de la sala. Otra vez, me volví a condicionar por mi colega; no quería dejarlo en mal lugar con ese gesto, aunque en ese momento creía que él tampoco tuvo la deferencia necesaria conmigo para advertirme lo que me iba a encontrar o, incluso mejor, pedirme beneplácito antes de hacerme una encerrona así. Me giré hacia mi derecha y vi a mi colega con un gesto simpático e incitándome con la mirada para que me levantara; yo, con la mía, le estaba transmitiendo algo así como: “En menudas me metes…”. De repente, me di cuenta de que todo el mundo estaba expectante a mi “confesión”. Vaya marrón; podría haber dicho: “hola, soy alcohólico”, y el grupo habría respondido con ovación cerrada. El director de la reunión me animó a abrirme al grupo, contar “mi problema”, aquello que me impedía alcanzar mis objetivos en la vida, y cómo creía que el seminario podría ayudarme. La situación me estaba empezando a agobiar. Entonces me puse de pie y, no sé si por el tiempo que me había llevado respecto a los que me precedieron, ya sólo eso fue suficiente para que la gente empezara a aplaudir y a dar gritos de ánimo; el moderador dio varias palmadas en una pared próxima, a modo de arenga. El grupo comenzó a retroalimentarse. Aprecié en algunos actitudes extáticas; yo estaba flipando; cuánta expectación para nada. Cuando todos se callaron, expliqué brevemente que creía que había habido un malentendido entre mi colega y yo, que no me pareció entenderle que iba a asistir a un seminario de este tipo; no me dijo nada de esto, sino que fue una carta que se sacó de la manga, pero no creí oportuno decirlo, y opté por la explicación diplomática. Concluí disculpándome, aunque el moderador y otros me dijeron que no tenía que disculparme… Pues vale.

Seguidamente, el director de la sesión inició el primero de una serie de ejercicios basados en psicología experiencial, según dijo. El propósito era que todos verbalizaran su objetivo máximo, su misión vital en esos momentos, contándolo como si hubiera sucedido. El ejercicio era el siguiente: presentarse de manera individual a cada uno de la clase; a cada uno se le dirían tres cosas como si fueran ciertas, dos verdaderas, y una tercera que era tu misión vital, pero como si ya la hubieras conseguido. Al ser el grupo numeroso, el moderador fijó veinte minutos para el ejercicio; la idea era presentarse al mayor número de personas posible, porque cuanto más se verbalizara el objetivo, más realizable se vería por cada uno. El moderador dijo: “tiempo”, y todo el mundo se levantó y empezó a interactuar, dos a dos, como locos; lo habitual era estar medio minuto con cada persona. Yo estaba descolocado todavía, y me quedé sentado, un poco pasando del tema. Por un lado, no le veía aliciente y, por otro, hice un esfuerzo mental, pensando en lo que era eso que quería conseguir en la vida, y llegué al convencimiento de que era realmente lo que estaba haciendo; no en esa sala, claro, sino en este momento vital; sólo con inquietudes de equilibrio espiritual, y sin motivaciones extrínsecas que no estuviera poniendo ya en práctica. El moderador, que supervisaba a todos en la distancia, se percató rápidamente de mi situación y vino a preguntarme:

–¿Qué pasa? ¿Por qué no te levantas y haces el ejercicio?–me dijo.
–Perdona, es que…
–Ya te he dicho que no hay que disculparse–me corto súbitamente.
–Ah, sí… no, que quizá debería irme… creo que esto no va conmigo; no querría romper la dinámica del grupo con mi actitud.
–No, quédate. Estás aquí; quédate ya hasta el final. Levántate y haz el ejercicio. Piensa en ese gran objetivo, en tu sueño en la vida, y cuéntalo como si hubiera sucedido.
–Pues… no sé qué decir, realmente. Siento que estoy bien ahora como estoy; no tengo sueños que no crea que estoy viviendo…
–¡Pero eso no puede ser! ¿Cómo no vas a tener sueños? –el tipo parecía no dar crédito, y decidió sacar el armamento pesado–. A ver, ¿cuántos años crees que vas a vivir desde ahora? ¿Treinta, cuarenta? ¿Cuánto tiempo va a pasar hasta que te mueras?
–No sé… podría ser mañana… ¿por qué dices varias décadas desde ahora? No tengo ningún interés en contradecirte, ni en precipitar acontecimientos; cuanto más tarde, mejor. Pero ¿por qué me preguntas esto?
–Porque debes tener algún sueño, objetivos vitales, mientras vivas… ¿qué vida tienes, entonces… una vida sin sueños?
–Ya te he dicho que siento que estoy empezando a vivir mi sueño, a reencontrarme; mis mayores inquietudes son espirituales. ¿No te has planteado nunca que puede que no sea necesario estar toda la vida corriendo para llegar a la meta?

El moderador no entendía que lo más inteligente, sobre todo para su propósito de “vender” el seminario y motivar que la gente decidiera pagar la suma respetable de dinero para los cursos intensivos y se apuntara al finalizar la sesión, era haberme tomado la palabra y aceptar mi sugerencia de abandonar discretamente la reunión. Seguía empeñado en que me integrara en las dinámicas del grupo. Muy a mi pesar y sólo fruto de la insistencia para que interviniera en diversas ocasiones posteriores, dando mi opinión sobre cuestiones diversas, fui el elemento crítico con la metodología del seminario y la excesiva orientación materialista de los objetivos vitales en los que se centraba; no voy a detallarlos aquí. Sí contaré que, tras la conversación que el moderador y su insistencia, me incorporé al primer ejercicio, el de los tres acontecimientos vitales: dos verdaderos y uno contado como cierto. Posteriormente, hubo una puesta en común de la clase: para cada uno, el grupo debía decir cuál creía que era el aún no cumplido por el individuo; luego la persona tenía que contar cómo se había sentido repitiendo, una y otra vez, ese sueño vital, como si lo hubiera hecho realmente.

En mi caso pasé algo de apuro. Como no sabía qué contar a modo de sueño por cumplir como si fuera cierto, decidí divertirme de la siguiente manera: había varias chicas que estaban de muy buen ver, así que me acercaría a todas las que pudiera en mis encuentros secuenciales –finalmente, sólo me dio tiempo a tres–, y contaría como tercera verdad que casarme con ella fue uno de los momentos más especiales de mi vida. Así procedí. La reacción de cada chica fue similar, de desconcierto pudoroso; supongo que no se esperaban que pudiera salir con tamaña frivolidad, tras haber estado escuchando los sueños serios del resto de la clase durante un cuarto de hora. Cada una se resarció en la puesta en común; con eso no contaba. Sólo tuvieron que decir lo del casamiento para destapar mi juego; no necesitaron entrar en mayores valoraciones; cada una lo mismo. Al moderador no le hizo mucha gracia, por lo que intuí; uno de los del grupo aplicó el prisma positivo y dijo que por lo menos había sido consistente con el sueño verbalizado como cierto; a esto, otro matizó que habría sido más consistente si a las tres les hubiera dicho que me había casado con la misma; tenía razón, sí. Cuando me tocó intervenir dije que sentía no haberme tomado aquello más en serio; desde ese instante hasta el final procuré seguir el resto de ejercicios con corrección, aunque sin motivación, claro. En esa ocasión, extrañamente, el moderador no me salió con eso de que no había que decir “lo siento”.

Volviendo a la chica del inicio, mientras me acababa el desayuno, quiso desvelarme mi futuro con sus métodos numerológicos. Yo estaba disfrutando de mi café con leche, de un bagel de pasas y canela con mantequilla, y de su compañía hasta ese instante. Lo último que quería era tener una agorera mañanera. Decliné la invitación amablemente. Ella insistió diciéndome que sus métodos eran serios; lo mismo me daba que utilizara para la adivinación la quiromancia, la astrología, o la numerología. No quería ningún vaticinio que pudiera romper mi equilibrio esa mañana. Pero ella siguió insistiendo: “Sólo me tienes que dar tu fecha de nacimiento”, me dijo. Accedí. Sacó un libro, lo abrió por la página donde había una tabla llena de números, y comenzó a hacer operaciones en un papel aparte. Yo seguí con mi desayuno sin mirarla demasiado; estaba más en las noticias de NY1. A esto que la chica dice:

–No puede ser, no puede ser…
–¿Qué es lo que no puede ser?–respondí.
–El número asociado a tu fecha de nacimiento es el 8, que es la máxima valoración porque se asocia con el infinito.
–¿Con el infinito…?
–Sí, el 8 de lado.
–¿Y eso es bueno?
–Es buenísimo…
–Ah, pues está bien.
–Pero es que, además, en tu caso has nacido un día 10, que es lo perfecto. El infinito y la perfección están asociados a tu nacimiento.
–Ah, ¿sí…? Me gusta eso…–por un momento, me pareció interesante aquello.
–No, pero ¿sabes qué? Voy a hacer un análisis más detallado, por ciclos vitales. Voy a analizar tu próximo periodo de nueve años.
–¿Por qué nueve?
–Esto va así, por periodos de nueve años.
–No hace falta, realmente, vamos a dejarlo así, con lo que me has dicho, que es positivo.

Sirvió de poco. La chica volvió al libro, a la tabla, y siguió haciendo cuentas. A los pocos minutos, de nuevo, mostró su sorpresa, porque todo salía muy bien, como un ciclo de crecimiento y éxitos. Yo aproveché para agradecerle su tiempo, y volví a sugerirle que lo dejara estar, pero ella siguió haciendo cuentas. “¡Deja ya de echar tanto número!”, me dieron ganas de decirle. Me estaba poniendo nervioso. Finalmente, se detuvo, por fin satisfecha, porque por lo visto había hecho unas cuentas por subperiodos y ya había descubierto cuándo no me iban a ir tan bien las cosas; ya sabía yo que me iba a dar el desayuno. La chica, que empezó a justificarme, señalando varias de las cuentas que había hecho en el papel, y con referencias a la tabla del libro, lo que me iba a pasar; y yo, que ya la corté diciéndole: “the future is unwritten, baby!”. Parece que eso la hizo cambiar el modo mental y pasar página. Se fue a los cinco minutos; dijo que tenía varias citas esa mañana. La acompañé a la puerta y me despedí de ella. Al cerrar caí en la cuenta de que no sabía cómo se llamaba; esto me recordó la letra de “Drunken butterfly” de Sonic Youth: “I love you, I love you, I love you, what’s your name?”

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