25 abril 2024

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Historias de los Stones entre aeropuertos

Concierto de los Rolling Stone en el Santiago Bernabéu.

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Concierto de los Rolling Stone en el Santiago Bernabéu.
Concierto de los Rolling Stone en el Santiago Bernabéu.

Francisco J. Martínez-López. Apenas son las siete de la mañana. Aeropuerto de Madrid-Barajas, recientemente rebautizado como Adolfo Suarez Madrid-Barajas, creo. Sí, la megafonía me lo confirma. Hace una hora escasa que he llegado de otro aeropuerto, también con nombre de presidente: JFK. En mi reloj interno son pasadas la medianoche y el jet-lag comienza a alterar mis facultades. Esto, en parte, es un experimento. Me apetece escribir algo en este estado y en este lugar; no lo había hecho antes. Estoy tomando un café, a la espera de otro vuelo a Barcelona. Hay una pantalla grande en la cafetería, con el canal 24 horas de TVE con las noticias. No estaba prestando demasiada atención, pero imágenes proyectadas de los Rolling Stones me han activado. Resulta que hoy (por el miércoles) tocan los Rolling Stones en el Bernabéu… No tenía ni idea; estar al otro lado del charco aumenta la desconexión con el país, y tampoco hago mucho por seguir el día a día. Pero es una coincidencia que me gusta; sugestiona positivamente mi “rock and roll attitude”. He visto un par de veces a los Stones, y tengo muy buenos recuerdos.

En la primera ocasión, a finales del Siglo XX, estaba ubicado en primera fila de un pequeño escenario que tenían medio camuflado entre el público, que a mitad de actuación se conectaba con el escenario principal mediante un puente desplegable. Fue en la gira “Bridges to Babylon”; supongo que de ahí lo del puente. Estaba tan cerca de la banda, a escasos metros, que recuerdo el impacto que me produjo ver la faz curtida de Mick Jagger, y las arrugas tan nítidas cuando hacía sus múltiples y típicas muecas. De hecho, la cercanía era tal que, en una de las veces que Mick hizo un movimiento eléctrico, esparció gotas de sudor, y algunas de ellas impactaron en una de mis mejillas. No es que disfrutara con este residuo de su fisiología; mi gusto por la banda no llega a la devoción excéntrica como para eso. Simplemente, comento el detalle.

En la segunda ocasión, casi una década después, Loquillo fue el telonero; llegué al final de su actuación, aunque a tiempo para escuchar “El rompeolas”, que creo que fue la última que tocó. Estuvieron bien; Mick Jagger, como siempre, incombustible, en movimiento continuo; Keith Richards, en su línea, sin moverse demasiado, pero fiel a sus poses con la Telecaster; Ronnie Wood, siempre al quite de Richards; y Charlie Watts, con ese toque característico de caja y charles, que parece interrumpirse por error y espasmódicamente en cada toque de caja, aunque no es sino una combinación buscada, pero poco utilizada por los baterías de rock; quizá, más por los de jazz.

Una de las imágenes de la muestra sobre los 50 años de los Rolling Stones. / Foto: des-curiosites.blogspot.com.es
Una de las imágenes de la muestra sobre los 50 años de los Rolling Stones. / Foto: des-curiosites.blogspot.com.es

Es un misterio cómo con los años que llevan tocando, con su edad, cada vez más visible en todos, y con la mala vida que han llevado algunos, en especial Keith, aunque Ronnie tampoco se queda atrás, siguen en pie y con sus giras mundiales. Esto que digo sobre la mala vida, por cierto, no es por lo que he escuchado o se ha dicho siempre. No, lo sé en detalle por testimonio escrito del propio Keith; en su autobiografía, “Life”. No se ha escondido para nada a la hora de relatar la parte más oscura y clandestina de su vida. De sus muchas anécdotas, la de la famosa historia del cocotero, que produjo una conmoción cerebral, mareo poco después, mientras iba en un yate, y posterior intervención quirúrgica necesaria, es especialmente graciosa, obviando la parte dramática de la historia, por supuesto; Keith, al menos, la cuenta así. La lesión cerebral era poco compatible con coger un avión y los cambios de presión asociados. Una vez estabilizado tras la conmoción, en el hospital, el neurocirujano le sugirió que no cogiera ningún avión y se operara allí, que él mismo lo intervendría; le dio tiempo para que lo pensara. Entre tanto, el neurocirujano empezó a recibir llamadas de otros colegas reputados internacionalmente, sobre todo de Estados Unidos. Algunas de ellas fueron de apoyo y para ofrecerse desinteresadamente; otras, en cambio, le pedían explicaciones sobre lo que iba a hacer. Esto le generó cierta incomodidad. Parece ser que algunos de estos neurocirujanos se declararon abiertamente fans de la banda, y querían asegurarse de que la operación no ocasionaría ningún daño cerebral que impidiera seguir tocando a Keith. Finalmente, este neurocirujano optó por tener una conversación seria con Keith. Le dijo que se estaba empezando a sentir presionado y que no tenía ningún problema con que alguno de estos colegas viniera y le operara en su lugar; varios se habían ofrecido a ello, y quiso dejar en sus manos la decisión. Keith se lo pensó poco, no obstante; vino a decir que estaba contento con él y que pasara de lo que estuvieran diciendo otros. El día de la intervención, ya en la mesa de operaciones, justo antes de la anestesia, Keith se confesó con el cirujano. Le dijo que se había metido de todo a lo largo de su vida, y que ya podía ser bien fuerte lo que le metiera para anestesiarlo, o no se enteraría; el neurocirujano se lo tomó con sentido del humor; Keith lo comprendió casi al instante de comenzar con la anestesia. Creía que no habría manera, pero no aguantó más de dos o tres segundos antes de quedarse grogui. Ese verano suspendieron la gira por todo esto; la retomaron el verano siguiente, cuando yo los vi.

Rolling Stones.
Rolling Stones. / http://www.2120.cl

En ese concierto sucedió algo especial. En su última fase, tocaron por la zona donde yo estaba, también junto a ellos, en un escenario que se introducía entre el público, condensado; a veces costaba respirar con comodidad por la presión. Al finalizar una de las canciones, Ronnie lanzó la púa con la que estaba tocando al público; lo hizo en varias ocasiones, y en ésa yo estaba próximo. Varios saltamos como cuando varios jugadores acuden a un rebote en un partido de baloncesto. Pude rozar la púa con mis dedos, pero no me fue posible cogerla; saltó de una mano a otra hasta que se acabó hundiendo entre la masa. Canciones después, el concierto acabó, pero yo seguía pensando en la púa. La gente empezó a desalojar el recinto, y la masa a aclararse, pero en nuestra zona casi nadie se iba. Tras un cuarto de hora, desde fuera, aquello debió verse extraño; un grupo de gente que no se movía, apiñado, cuando ya no había nadie alrededor ni, por tanto, motivo aparente para ello; sin embargo, sólo era aparente. Al concierto me acompañó un colega. Los dos pensábamos que habíamos encontrado la solución perfecta para hacernos con la púa de Ronnie: esperar a que la gente se fuera y buscar con tranquilidad en el suelo, ya con los focos del recinto encendidos. En un principio nos reíamos, dando por hecho que la cosa sería sencilla, pero nos llevó poco sospechar que había otros con el mismo pensamiento. A esto que mi colega empieza a echar fotos con flash al suelo, mientras disimulaba, hablando conmigo o mirando hacia otro lado. Luego escrutábamos la foto en la pantalla digital de la cámara, buscando indicios de la púa, pero nada; no había manera. Nos dimos cuenta de que ese método no era efectivo. Empezamos ya a mirar directamente al suelo, con poco disimulo, aunque sin apenas desplazarnos; el resto de la gente hacía lo mismo.

En un instante vi la púa, sí, claramente, como a un metro y pico de mi posición; me percaté de que otro también la había visto, por cómo se le abrieron los ojos justo entonces. Instintivamente reaccioné, con un movimiento poco civilizado, tirándome en plancha hacia la púa, estirando la mano. Mi colega parece que también la vio casi al unísono, pero sólo le dio tiempo a gritar: “¡la púa!”. No recuerdo con exactitud en qué parte de mi movimiento estaba cuando él gritó, si a punto de saltar, o si ya en plano descenso. El otro tipo, que estaba más cerca, reaccionó bruscamente con una de sus piernas e intentó pisar la púa al tiempo que dijo: “¡Mía!”, pero mi mano llegó antes; luego se disculpó deportivamente por pisarme la mano. Me levanté eufórico, con la púa cual trofeo, cogida por mis dedos índice y pulgar, coronando un brazo alzado sobre las cabezas de todos los que me rodeaban. “¡La púa de los Rolling! ¡uhhh!”, dije. Poco después, los presentes se tranquilizaron, se acercaron y me pidieron amablemente que les permitiera tocarla. Accedí sin pensármelo dos veces; se formó una pequeña cola entre los que estaban allí, para tocar la púa. Mi colega, no obstante, antes de que se la dejara al primero, me advirtió que no lo hiciera, por si alguno me la quitaba, pero quise pensar, y así se lo hice saber a todos antes de empezar, que serían legales. No hubo ningún problema; ellos se fueron tan contentos por haber tocado la púa, y nosotros, pletóricos por llevarnos el tesoro.

Por cierto, para la nota anecdótica: este artículo empecé a escribirlo en la puerta de embarque de mi vuelo en Barajas, lo continué en el avión, y lo he acabado en la cinta de recogida de equipaje de El Prat. Llevo aquí media hora, no hay nadie y la cinta está parada. Creo que el vuelo procedente de Madrid que indica la pantalla no es el mío, así que ya es hora de cerrar esto, centrarme, y encontrar mi maleta. Aunque aquí es mediodía, en mi cuerpo son las seis de la mañana, y aún sin dormir. Va a ser un día largo.

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