25 abril 2024

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Álvaro Martínez. A veces, cuando un hijo se da cuenta de la labor que hace una madre, ya es tarde. Pero otras veces no es tan tarde y es posible buscar algo con lo que hacerle justicia -quizás esta carta tenga algo de eso-.

Pienso lo anterior mientras subo al autobús de regreso del trabajo, maldiciéndome por no haber recordado hasta hoy que el próximo domingo será el día de la madre, que los comercios ya han cerrado –maldito consumismo- y que otro año más volveré a casa de manos vacías. Me lo repito de nuevo al cerciorarme de que sigo necesitando fechar un día en el calendario para honrarla. Y bajo la cabeza. Y me maldigo otra vez.

Reflexiono sobre todo eso en medio del impersonal roce entre clientes de un transporte público abarrotado; ¿cómo podré compensarla? ¿Será suficiente con un simple detalle? ¿Tendré tiempo de aquí al domingo? Al menos a esta edad, me consuelo, ya no me pregunto cuál es la labor de una madre. Y sonrío aliviado. Y me digo si eso tendrá algo que ver con la madurez.

Mientras busco una solución a ritmo de autobús me cuestiono cómo es posible -si es que lo es- que algún artista se haya justificado como hijo en tan solo una obra. ¿Habrá alguno abordado el tema? ¡Seguro que sí! Me contesto rápidamente. ¿Algún fotógrafo?, ¿algún escritor? Intento buscar algo en mi pobre cultura artística, pero sólo encuentro banalidades. Alvarito, me digo, tú no eres ningún erudito.

¿Un escritor? ¿Un libro? Umm tampoco, ¿un cuadro? Umm creo que no. Otro frenazo, otra parada. Subida y bajada de más rostros anónimos. Vuelve a acelerar el autobús.  ¡Ostras tú, sí, sí! ¡Claro que me acuerdo de un cuadro!, el que nos enseñó don Paco Ruano en el colegio ¿No recuerdas? ¡El de Picasso! ¿Se llamaba “Maternidad”? Me pregunto. Y entre transeúntes y cláxones me propongo encajar cada detalle de la obra. Ella: guapa. Andaluza sin duda. Él: menudo. Azul mediterráneo de fondo. Pechos. Leche. Y una asombrosa capacidad para reflejar esa labor materna a la que me venía a referir, quiero decir, que se nota que la que amamanta está aprovechando la única oportunidad que tiene de darle un equipaje de amor para el resto de su vida, a ese que chupa leche –y que ahora, quizás, esté en un autobús buscándole algo para el día que le honra-. “Un equipaje de amor” me repito reflexivo. Picasso, cabrón, cómo lo clavaste.

cuadro_madreEl silbido de los frenos y el traqueteo previo a otra parada me sacan de mis elucubraciones pictóricas y me devuelve al trayecto de vuelta. A los rostros anónimos –otra vez- y al sudor inevitable de estas fechas. Y no puedo remediar convencerme  –con cierto tono de sarcasmo- de que debería buscar algo más asequible que emular una obra del genio malagueño. ¿Quizás un poema? ¡No seas moñas tío! Me reprocho. Y de nuevo la inercia y un empujón de uno que entra y de otra que sale. “Dale al botón miarma” me bufa una señora en la oreja. Y entre todo eso se me vuelve a encender la bombilla: ¡osti tú! ¡Qué de esto también tengo! ¿Cómo era? ¿Cómo empezaba?: “Te digo, al llegar, madre/ que tú eres como el mar/…” ¿De quién era? -perra memoria de pez que tengo-. ¡Ah! ¡Sí! ¿Juan Ramón? ¡Sí, seguro! Juan Ramón siempre está ahí, me digo. Y no dejo pasar la oportunidad esbozar una sonrisa que espero que no haya visto nadie en el autobús. Y termino de rezarme el poema:

Te digo, al llegar, madre
Que tú eres como el mar;
Que aunque las olas
De tus años se cambien y te muden,
Siempre es igual tu sitio
Al paso de mi alma.
No es preciso medida
Ni célula para el señalamiento
De ese cielo total;
El color, hora única,
La luz de tu poniente
Te sitúan ¡Oh madre! Entre las olas,
Conocida y eterna en su mudanza.

Al terminar me veo tentado de sentenciar con un “Amén”. Y esto me conduce a asociar lo sagrado con lo materno. Y me digo que sí, que si algo hay sagrado en este mundo, eso es la maternidad.

La amable megafonía me recuerda que me quedan sólo tres paradas –Siguiente parada, next station avisa la políglota voz femenina-. ¡Joder Álvaro piensa, piensa! Un semáforo en rojo y otra vez la inercia. Ruuunnn; el sonido ahogado del motor nos pone de nuevo en marcha y ya sólo me queda una parada. ¡Venga piensa joder! ¡Ah, sí, sí! Mi hermana. Seguro que ella tiene alguna solución. Si no al menos compartiremos el muerto, me digo pícaramente. Cojo el teléfono y mientras suenan los pitidos previos a la conversación me empiezo a notar sudado e infantil al tener que auxiliarme de nuevo en ella:

-¿Sí? ¿Álvaro?

-¡Eh tú Cristina! ¿Sabes que el domingo es el día de la madre? ¡Qué no le hemos comprado nada! ¿Qué carajo hacemos? ¿Dónde estás? ¿Nos da tiempo a comprar algo? ¿Sabes algo que le pueda gustar no?

Me noto más sudado, con menos tiempo que en la parada anterior. Y también con menos vergüenza.

-Eeehh para el carro hermanito.

Esa contestación, los 45 minutos en autobús y las diez horas de trabajo que llevo en el cuerpo me hacen presagiar lo peor: -¿Cómo que pare el carro idiota? ¡Qué vamos de manos vacías!

-Que sí, tranquilízate -me contesta con una serenidad apreciable desde mi lado de la línea telefónica- que ya me he encargado yo.

Yo suspiro aliviado y ella sonríe –seguro- al otro lado del teléfono. Y la conversación se vuelve trivial con la naturaleza necesaria para no hacerme sentir más idiota aún. De nuevo el silbido de los frenos. Esta vez sí es la mía y me dispongo a bajar.

Y entonces cuando pongo pie en tierra y el aire deja de estar viciado me digo a mis adentros que no comprendo nada, que soy un hombre y que por eso no comprendo nada. Y sonrío de nuevo. Y al final, antes de abandonar toda esperanza de justificarla, me veo pensando de nuevo en la obra del malagueño. Y la vuelvo a repasar. Ella: guapa. Él: menudo… ¡Ostras claro! ¿Es ella? ¡Claro que es ella! ¡Qué inútil no darme cuenta hasta ahora! Qué inútil no darme cuenta hasta ahora que mi hermana, como un día lo fue mi madre, será la mujer que amamanta en el cuadro de Picasso.

Crisal

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